Un dolor por partida doble. En menos de 45 días, dos jóvenes menores de 26 años, ingenieros para más señas, han sido asesinados por atracadores en Barranquilla. Rafael Hernán Giraldo recibió un tiro mortal en el pecho el pasado sábado 9 de diciembre, en el barrio Villa Carolina, cuando caminaba con su mamá rumbo a su vivienda. Un individuo le disparó al intentar robarle su celular. Tras esta demencial acción, el criminal huyó en un taxi con rumbo desconocido. Días antes, el 1 de noviembre, Jack Ramírez fue baleado en la cabeza por sujetos que le hurtaron su vehículo en las afueras de la casa de su novia, en el barrio Las Mercedes. Dos hombres, conocidos con los alias de Manzano y Druppi, fueron capturados un mes después por la Policía en la ciudad.
Me niego a intentar comprender la razón o el motivo, si es que acaso existe alguno, que conduce a una persona a asesinar a otra en medio de un robo. Sí, nadie sabe cómo reaccionará en una situación de peligro inminente, de hecho en ocasiones las víctimas de hurtos, otra forma de violencia, forcejean con los atracadores, como una respuesta natural o innata a la activación de mecanismos de defensa, producto de su misma angustia. Pero bajo ninguna circunstancia esta comprensible reacción justifica que alguien le arrebate la vida a otro, usualmente indefenso, en cuestión de segundos. En el mar de violencia en el que naufragamos, la sociedad afronta un lamentable drama que se repite con alarmante frecuencia y que no se puede ni debe relativizar.
Cada nuevo caso de extrema violencia, y estos crímenes por las circunstancias en las que se producen sí que lo son, desencadena intensos sentimientos de miedo, desconcierto, rabia, y, por supuesto, dolor, entre ciudadanos conmocionados que se preguntan con insistencia qué hay detrás de ellos. No son solo las familias de Rafael ahora, antes de Jack, y de tantas otras víctimas, a las que no podemos dejar solas, las que se expresan impotentes ante los actos sin sentido cometidos por delincuentes que destrozaron sus vidas. También la sensación de inseguridad al alza en Barranquilla y municipios del área metropolitana, por no hablar del resto del territorio nacional, ha instalado el miedo entre quienes se encuentran viviendo en una alerta permanente.
¿Caminamos con ansiedad, intranquilos, con recelo mirando a un lado y otro, girando la cabeza para ver a quien viene detrás, observando si los que se desplazan en la moto o el carro que se nos aproximan tienen alguna intención delictiva, angustiados ante la posibilidad de sufrir un ataque, una agresión sexual o un robo, en especial si son mujeres, menores de edad o personas mayores? Indudablemente. Al margen de que estos temores sean reales, justificados o no, los índices de criminalidad sustentados en datos estadísticos o eso que los expertos llaman percepción de inseguridad, nos convierte a los ciudadanos en potenciales víctimas de delitos que, incluso antes, considerábamos lejanos. No se trata de paranoia. Al final, estas preocupaciones legítimas van calando en el conjunto de la sociedad que demanda respuestas de sus autoridades.
Es imprescindible que ante el deterioro de la seguridad urbana se tomen cartas en el asunto. No existe un único modelo que se pueda considerar efectivo en estos momentos, parece que todo se ha probado ya sin resultados concluyentes. De manera que el Gobierno nacional, como las administraciones territoriales que están a punto de estrenarse, tendrían que volver a barajar para poner en marcha innovadoras propuestas que abandonen los lugares comunes de siempre.
A fin de cuentas, es un asunto de seguridad, que es un derecho ciudadano en las sociedades democráticas, pero sobre todo de convivencia y de libertad para dejar de vivir bajo amenaza permanente. Si no contamos con esas garantías de manera constante, difícilmente las personas, víctimas o no de delitos, recuperarán su tranquilidad, al igual que la confianza en el sistema e instituciones para denunciar. Tampoco serán capaces de contrarrestar emociones negativas: ira, frustración, los deseos de venganza y las ganas de hacer justicia por mano propia. El tiempo corre.