La enésima diatriba del presidente Petro contra quienes rotula como sus adversarios porque contrarían la dignidad de sus posturas u opiniones tuvo como blanco hace pocas semanas a congresistas que en un trámite legislativo archivaron el proyecto para regular el mercado de cannabis de uso adulto. En su lógica moralizante de la política, los acusó, inicialmente, de “recibir sobornos” y, más tarde, dijo que había “políticos que ayudaban a sostener la rentabilidad del narcotráfico”.

Sin acreditar una sola prueba ni dar un nombre, también a través de su cuenta en X, en respuesta a la exigencia de respeto que le formulara el presidente del Congreso, el senador Iván Name Vásquez, ripostó que solo había que “comparar la lista de senadores condenados por nexos con el paramilitarismo narcotraficante con quienes votaron por suspender la dosis personal y criminalizar a los consumidores”. Encontrarán que son los mismos; ¿por qué? Porque el narcotráfico solo gana en lo ilícito y no en lo lícito”. Una muestra más de su altivez mezclada con tono agresivo, amplificado en el primer Twitter de la nación para que sea conocido por todos.

Parece lógico que si un ciudadano ha sido condenado por la comisión de uno o más delitos no podría ser parte del Congreso de la República. O bien por estar preso pagando su sentencia, o bien por estar inhabilitado. Eso es lo que establece la norma. De modo que el mandatario falta a la verdad. Pero, sin duda, lo más desafortunado de su trino, con el que se puede o no estar de acuerdo, es que incurre, como en ocasiones anteriores, en el insulto fácil como forma de deslegitimar a su opositor político, contradictor ideológico o a quien disiente de sus posiciones.

Hacer de la burla, el escarnio o la calumnia en redes, medios de comunicación o espacios de discusión pública, un arma de destrucción política es una señal de desprecio hacia los demás que atenta contra la conciencia crítica de una sociedad democrática. Y, antes que nada, es una forma espantosa de tratar a los otros: pura maledicencia que construye odio con ligereza. Demasiados hechos nos confirman a diario que somos presa fácil de una apuesta perversa, promovida, casi siempre, por sectores políticos, de distinto signo, que desde sus trincheras populistas intentan determinar nuestra realidad, distanciándonos al máximo para obtener claros réditos electorales.

Más inquietante aun cuando quien lo hace es el propio presidente de la República, quien encarna, como nadie la institucionalidad misma del Estado. ¿Quién si no él debería ofrecer señales sobre el valor del respeto, la moderación y el discernimiento en el debate público? Derribar a golpe de insulto a los demás resta coraje civil, ese intangible que es fundamental para ejercer liderazgos en tiempos aciagos como los actuales, en los que los demonios de las intolerancias nos devoran.

El jefe de Estado se equivoca cuando decide mirarse en el espejo de provocadores o peleoneros, como diríamos en el Caribe, que a él mismo lo han intentado aniquilar tantas veces a punta de insultos. No es respondiendo con la misma moneda de maltratar a golpe de palabra, como se recuperarán los espacios de confianza perdidos. Nunca los agravios, más allá de exaltar al fanatismo intransigente, fructifican en necesarios acercamientos que tiendan puentes de entendimiento. Desconozco en verdad si la mejor defensa es un ataque. A saber. Lo que sí se ha demostrado hasta la saciedad es que sin sobriedad, respeto ni buenas maneras resultará muy difícil resolver diferencias o alcanzar acuerdos, como ha sucedido en el Congreso, la mesa de concertación laboral u otros espacios de diálogo, como el del sector salud, convocados por ministros y representantes del Gobierno del Cambio. El adanismo nunca será un buen consejero.

Cuando el insulto, esa forma de asesinato moral, como alguna vez lo calificó el papa Francisco, coge vuelo, las pasiones pueden inflamarse a tal punto que sus consecuencias las terminaríamos pagando todos. Con responsabilidad convendría revisar el método para gestionar los disensos. La política, antes el arte de lo posible, ha pasado a ser una fábrica de relatos que, a manera de propaganda pura y dura, muchos tragan entero para validar sus opiniones, así estén equivocadas, menospreciando la razón, el sentido común y el respeto. A eso nos estamos acostumbrando, así que cuidado, porque el rastro del rencor suele quedarse grabado en lo más dentro.