Los nuevos gobernantes territoriales iniciaron sus periodos pisando fuerte. O al menos hablando claro. Sin ambages, en sus discursos de posesión le expresaron al presidente Gustavo Petro lo evidente bajo las actuales circunstancias. Fueron enfáticos en señalar las necesidades más apremiantes de sus regiones que demandan atención prioritaria del nivel central. Casi todas asociadas con el progresivo deterioro de la situación de seguridad de sus zonas urbanas y rurales. De hecho, muchos de ellos resultaron elegidos con este reclamo generalizado de los ciudadanos.

Con esa misma firmeza, también defendieron la relación institucional que no solo esperan, sino que son conscientes deben construir con el Ejecutivo, pese a que buena parte de ellos, como sucede con los alcaldes y gobernadores de las principales ciudades y departamentos del país, guarda una conocida distancia ideológica con el proyecto político que encarna el jefe de Estado.

Por supuesto que todo ha cambiado. Hoy gobierna la izquierda, eso no está en discusión. Pero también es incontrovertible que existen reglas o normas en las que se sustenta la estabilidad de nuestra democracia que unos y otros no pueden desconocer ni pasar por alto.

La dignidad de sus cargos los compromete a mantener una imprescindible armonía institucional de cara a quienes los honraron en las urnas. Sería el más valioso gesto de valentía que pueden demostrarle al país.

Al margen de sus comprensibles diferencias políticas, conviene que tanto el presidente Petro como los alcaldes y gobernadores de oposición o en independencia entiendan la particularidad del difícil momento, extremadamente complejo en términos económicos o de seguridad que la nación afronta, para no quedarse atrapados en sus resquemores. Esta es una realidad que se impone por el bien de millones de colombianos que confían en obtener más bienestar social o mejorar su calidad de vida tras la renovación del poder territorial.

Ceder a la tentación de actuar con motivaciones revanchistas o gestionando impagables facturas de cobro solo empujaría a las regiones a una indeseable parálisis institucional con impredecibles consecuencias para su gente.

A fin de cuentas, al Gobierno nacional tampoco le haría bien enzarzarse en una amarga disputa con los mandatarios territoriales. El funcionamiento democrático les exige ir más allá para poner en valor su pragmatismo, al igual que su capacidad de entenderse, respetarse y actuar en consecuencia, con responsabilidad, para no obstaculizar sus propósitos, muchos de los cuales coinciden en puntos comunes. No será una relación fácil, eso se da por descontado, pero como no se trata de enemigos ni de súbditos, ciertamente habrá espacios para acercar las distancias.

Galán en Bogotá, Gutiérrez en Medellín, Eder en Cali, Char en Barranquilla, así como Rendón en Antioquia, Toro en el Valle del Cauca, o Verano en el Atlántico, con más o menos intensidad, han marcado diferencias con el jefe de Estado en la forma de hacer las cosas, de abordar las crisis nacionales o locales y de entender la política. Algunos de ellos han criticado, no de ahora, de tiempo atrás, programas del actual Gobierno, como la paz total, el ansia recentralista del Estado, o las peleas de egos que terminan siendo un lastre para avanzar en las obras que exige el ciudadano de a pie. Es ingenuo pensar que ahora dejarán de hacerlo, pero también han reiterado que están listos para trabajar de la mano del Ejecutivo en proyectos a gran escala. Se necesitan, por lo que sus caminos discurren de manera paralela, no lo pueden evitar.

Siempre habrá posibilidad de tramitar disensos, corregir errores o proponer rutas compartidas. Lo fundamental será, en cualquier caso, renunciar a profundizar las grietas que fracturan nuestra sociedad, amenazando con instalar un paralizante ambiente de caos social que haría un enorme daño. En aras del bien común, aquí no caben las actitudes soberbias, posturas intransigentes o intolerancias ideológicas, no se equivoquen. Gobernar no es confrontar ni tampoco imponer.