El escabroso inicio de año para los servidores públicos que están instalados a lo ancho y largo del país ha vuelto a ratificar una añeja y, hasta ahora, delicada realidad: el descarado e incontrolable poder de los grupos armados ilegales en las zonas rojas y la incapacidad del Estado, históricamente centralista y alejado de los conflictos de los territorios más pobres, para brindarles soluciones integrales a aquellos que, en el ejercicio de su deber, se vuelven objetivos de manos criminales.

Uno de los casos más dolorosos fue el repudiable asesinato de Eliecid Ávila, un concejal conservador de Tuluá, en el convulso Valle del Cauca, que en septiembre del año pasado había denunciado amenazas contra su vida y la de otros funcionarios de la corporación. Sus llamados de auxilio, en un territorio codiciado por los grupos criminales, no encontraron el eco suficiente y, según las autoridades, terminó siendo la víctima de un menor de 17 años, quien muy seguramente fue reclutado por bandas de poder local. Una tragedia tras otra.

Colombia no terminaba aún de asimilar la noticia cuando se conoció otra igual de lamentable: el secuestro del delegado de la Registraduría Nacional en el Chocó, Jefferson Elías Murillo, en hechos ocurridos en la carretera entre Quibdó y el municipio de Istmina. A pesar de lo escandaloso y alarmante de la situación, el funcionario no ha recobrado su libertad y, hasta ahora, las autoridades no tienen mayores pistas de su paradero. Sin embargo, han salido a la luz datos transaccionales del caso que desnudan una vez más los pocos escrúpulos que tienen los grupos criminales: Murillo fue ofrecido por sus captores al ELN, que –supuestamente– no accedieron a comprar su cabeza.

Además, en esa lluvia de malas noticias, un ex concejal de Saravena, Luis Naranjo, denunció que fue atacado en un retén ilegal por parte del Ejército de Liberación Nacional, ELN, cuando se movilizaba en una camioneta junto a su hermana y su sobrina, de apenas 8 años de edad, que en medio de las amenazas suplicaba entre llanto que no los asesinaran. En ese mismo hecho, los guerrilleros se robaron una camioneta de la Unidad Nacional de Protección, UNP.

Naranjo, que fue declarado objetivo militar hace unos años atrás, salió vivo de milagro, pero lo cierto es que su vida –al igual que la mayoría de servidores públicos del sur del país– carece de las garantías suficientes. Cabe recordar –para poner en contexto– que el año pasado, debido a la ola de violencia, de acuerdo con cifras entregadas por la Defensoría del Pueblo, más de 12 alcaldes del país despacharon por fuera de sus localidades a raíz de las constantes amenazas a sus vidas.

La actual situación de orden público del país no es una problemática reciente. Es sangrienta e histórica; sin embargo, el actual gobierno de Gustavo Petro, y su cuestionada política de seguridad, no escapa ni de las críticas ni de la responsabilidad.

El Gobierno, que tiene como bandera la Paz Total, ha carecido de mano firme en los territorios para ponerles freno a los tentáculos de los grupos armados ilegales, que siguen atacando a civiles, funcionarios públicos y, para debilitar mucho más el aparato estatal, han dejado en ridículo el honor de las fuerzas militares al expulsar, en varias ocasiones, a tropas del Ejército de territorios como el Cauca.

El análisis va mucho más allá. A esta altura, teniendo en cuenta las dos mesas de paz que tiene en vigencia el Gobierno, una con el ELN y otra con el Estado Mayor Central, debería haber una disminución de este tipo de amenazas, secuestros y muertes; sin embargo, no ha pasado ni lo uno ni lo otro.

Tanto el Estado Mayor Central, la mayor disidencia de las Farc, como el ELN, ambas en ceses al fuego acordados con el Ejecutivo, están detrás de las intimidaciones a alcaldes, registradores, notarios y concejales, una serie de acciones que distan mucho de sus supuestas intenciones de voluntad de paz y que, a la postre, continúan dejando una estela de sangre a donde quiera que vayan.

¡Ya está bueno! ¡Que pare la barbarie! El país clama más seguridad.