En Nicaragua, la esperpéntica pareja presidencial de Daniel Ortega y Rosario Murillo continúa estrechando el cerco de su oprobiosa persecución contra las libertades de los ciudadanos. Una de ellas, su derecho fundamental a profesar su fe, practicar creencias religiosas o celebrar actos de culto, como misas, procesiones o servicios que, en ciertos casos, ya se encuentran proscritos.

Pasando por alto los insistentes llamados de la comunidad internacional y de órganos de defensa de derechos humanos, esta semana el Ministerio del Interior canceló la personería jurídica de nueve ONG, casi todas católicas y evangélicas, argumentando incumplimientos administrativos, de modo que sus bienes pasaron a manos del Estado. Otras siete organizaciones, algunas también de carácter religioso, acosadas por la represión del régimen, solicitaron su “disolución voluntaria”. Conscientes de su total indefensión, sucumben; así han desaparecido más de 3.500.

Con inusitada ferocidad el Gobierno sandinista se ha ensañado contra los representantes de la Iglesia católica. Su cacería ha resultado tan implacable que uno de cada 10 sacerdotes, de acuerdo con estimaciones de comunidades religiosas, ha abandonado el país para escapar del hostigamiento. Unos 29 sacerdotes y dos seminaristas fueron desterrados en los últimos meses en la etapa más álgida de la persecución, que también ha provocado el cierre forzado y expropiación de emisoras, escuelas y universidades vinculadas a las congregaciones religiosas.

Quienes desde el primer momento se resistieron a semejante ignominia y, además, levantaron con firmeza su voz para condenar las graves violaciones de derechos humanos cometidas por el Estado, como el valiente obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, recibieron un castigo, a todas luces, criminal. Privado arbitrariamente de su libertad en agosto de 2022, condenado a 26 años de cárcel en 2023, “sin juicio y sin las debidas garantías procesales”, y despojado de su nacionalidad, como indicó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el obispo soportó 528 días de reclusión en inhumanas condiciones hasta su liberación el domingo anterior.

Principal referente de la resistencia democrática de la Iglesia católica ante la brutal arremetida del régimen autocrático de Ortega y Murillo, Álvarez fue expulsado de su país y enviado al exilio en el Vaticano con el también obispo Isidoro Mora y otros 17 religiosos. De defensores de la fe a presos políticos, acusados de cargos espurios, como tantos nicaragüenses represaliados. La mediación de la Santa Sede facilitó su liberación, tras una discreta negociación humanitaria, tratada como una operación diplomática de altísimo nivel, con conocimiento del papa Francisco.

Casi un año después de que el régimen desterrara a 222 presos políticos que abordaron un avión rumbo a Estados Unidos y los despojara de su nacionalidad, como también hizo con otros casi 100 ciudadanos, reputadas figuras de oposición, entre esos los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli, la deriva antidemocrática de la dupla sandinista ha ido a peor. Sus recurrentes determinaciones de calado autoritario han acrecentado la impronta de su tiránica opresión desatada contracualquier expresión de pluralismo o voz crítica en la nación centroamericana.

Lo que pasa en Nicaragua no puede entenderse como una simple afrenta contra la religión, aunque sin duda existe una clara afectación de quienes desean practicar su fe. Esta infame crisis, como la actitud de quienes la instigan, tiene su origen en la vulneración sistemática de los derechos humanos, en la violación de la legalidad y, en últimas, en la ruptura misma de la democracia. Nada distinto a un totalitarismo puro y duro que socava la institucionalidad del país.

Ningún gobierno respetuoso de lo que representa un Estado social de derecho, por más afín al espectro ideológico Ortega-Murillo, si es que este par tiene alguno, debería caer en la autocomplacencia de mantenerse neutral, indiferente o en silencio, mientras el régimen arrasa con todo rastro de oposición o de quienes defienden su legítimo derecho de disentir. Hace bien el presidente Petro en pedir, desde el Vaticano, la normalización de la situación de la Iglesia en Nicaragua, donde su persecución debe cesar y los presos políticos ser liberados cuanto antes.