El alcalde de Barranquilla, Alejandro Char, con la expedición del Decreto 0026 de 2024, reguló el consumo de sustancias psicoactivas en el espacio público de la ciudad. Determinación necesaria que cuenta, además, con el suficiente respaldo social. Lo ha hecho, al igual que otras autoridades territoriales, en el marco de su autonomía y competencias legales, sustentando cada una de las medidas sancionadas en el propósito incontrovertible de preservar los derechos de niños, niñas y adolescentes, considerados sujetos de especial protección constitucional.
Sin discusión, ellos están primero. Medida que se extendería a todos los municipios del departamento del Atlántico.
Instituciones educativas públicas y privadas, desde jardines infantiles hasta universidades, también parques, plazas, plazoletas, malecones y otros lugares públicos, tanto en su interior como en un perímetro de 100 metros, son objetos de la prohibición y/o restricción del porte, consumo, ofrecimiento, distribución, facilitación y comercialización de drogas y de bebidas alcohólicas. En el caso del Malecón del río se establecen, además, unas disposiciones particulares.
Si la derogación en diciembre de la norma 1844 de 2018, que facultaba a la Policía para incautar la dosis mínima de droga y sancionar a quienes la portaban o la consumían en el espacio público, desató preocupación, casi que alarma, entre sectores de la sociedad, las resoluciones anunciadas por los gobernantes territoriales durante las últimas semanas han enviado las señales correctas.
Por un lado, han restablecido las pautas para prohibir o restringir el consumo en sitios prioritarios, concurridos por menores y familias, como parques, escenarios deportivos, zonas de recreación o centros educativos. Quienes sean sorprendidos infringiendo las normas podrán ser sancionados, pero no terminarán en la cárcel. Esa cuestión no cambia. La dosis mínima, que se limita a un uso personal, como ha precisado la Corte Constitucional, se encuentra despenalizada.
Otra cosa es el delito de tráfico de estupefacientes frente al cual no debe existir controversia alguna. Dejar de luchar contra la poderosa industria criminal del narcotráfico, que tanto daño ha hecho durante décadas de guerra inacabable, equivaldría a una claudicación de la que no tendríamos cómo arrepentirnos por el resto de la vida. Así que, por ahora, no queda más que continuar atacando la oferta, dificultando todo lo que sea posible el acceso de los delincuentes a los menores de edad, en particular a los más vulnerables socialmente, quienes suelen ser el blanco predilecto de los jíbaros en los espacios públicos por la falta de oportunidades u opciones.
Por otra parte, los decretos de los mandatarios asumen que el consumo es un serio problema de salud pública que debe ser abordado con ese enfoque. No se trata, entonces, de menoscabar derechos ciudadanos ni de criminalizar a consumidores, sino de garantizar entornos seguros y libres para niños, niñas y adolescentes, con el foco puesto en mitigar riesgos y, por qué no, en erradicar violencias futuras. En definitiva, a las autoridades les corresponderá actuar conforme a la jurisprudencia constitucional y, en especial, a la Policía, según las competencias establecidas.
Es natural que muchos no estén de acuerdo con las disposiciones de los alcaldes que, pese a todo, han dado una imprescindible muestra de responsabilidad democrática en tiempos de polarización partidista. No solo porque sin alharacas, tras asumir sus cargos, han solventado esta acuciante demanda ciudadana, resultado de una decisión legítima del Gobierno central, sino porque también sortearon confrontaciones políticas y sociales, inherentes a un asunto tan controversial, para cumplir su deber de garantizar el ejercicio de derechos y libertades públicas.
Camino acertado que confirma liderazgos, mientras demuestra voluntades, en algunos casos concertadas, como sucede en Barranquilla, con el resto del Atlántico y otras ciudades de la región Caribe, para fortalecer funciones y competencias de autoridades territoriales, principalmente, en el mantenimiento del orden público y en la preservación de la seguridad y la convivencia ciudadana. En momentos de crisis se necesitan fórmulas virtuosas para evitar acrecentar riesgos: los alcaldes lo tienen claro. El inmovilismo demostrado por el nivel central, que ha restado dinámica a la crucial función pública, ha empezado a encontrar un racional e indispensable contrapeso en las regiones, cada vez más articuladas para jalonar el progreso de sus habitantes.