Ruptura institucional para sacarlo del poder”, esta sentencia del presidente Gustavo Petro sintetiza el más reciente capítulo de su insalvable enfrentamiento político con el fiscal General, Francisco Barbosa. En un extenso mensaje publicado en la noche del viernes en su cuenta de la red X, el jefe de Estado convoca a la ciudadanía a la “máxima movilización popular” en defensa de su mandato, mientras responsabiliza a “sectores del narcotráfico, autores de delitos de lesa humanidad, políticos corruptos y sectores corruptos de la Fiscalía” de buscar su salida del cargo.

A más de uno, la perturbadora proclama nocturna del mandatario lo dejó estupefacto e insomne. No solo por la gravedad de lo allí señalado, sino por la dignidad misma de quien formula los señalamientos. Entre los sorprendidos, el presidente del Congreso, Iván Name, quien insistió en que “son los espacios democráticos y del diálogo los que deben prevalecer para el entendimiento y el trámite de las diferencias”, tras advertir que “todo desafío a las instituciones democráticas debe ser repudiado dentro del marco de la Constitución y de la ley”. Lo más lógico es que así sea.

Sin hacer una lectura precipitada ni una interpretación ligera de lo dicho por el presidente Petro, quien es bastante claro y enfático en su denuncia, traducida además a varios idiomas para extender su alcance fuera de Colombia, y al margen de que se enzarzara en una confrontación inane con una cuenta falsa del fiscal Barbosa, la nueva versión de su reiterativa acusación sobre un golpe de estado en su contra escala a un nivel todavía más peligroso. Sin duda, testimonia la radicalización de su discurso, actitud poco constructiva, que enrarece un ambiente, de por sí, cargado, y dificulta la búsqueda de salidas con distintos sectores para evitar ahondar sus fisuras.

Preocupa que la dureza de su mensaje sea la cuota inicial de una ruptura definitiva con las instituciones a las que acusa ahora de ser parte de un supuesto ‘lawfare’ o guerra jurídica para perseguirlo a él o a funcionarios de su Gobierno investigados en casos vinculados con la presunta financiación irregular de la campaña que lo instaló en la Casa de Nariño desde agosto del 2022.

El jefe de Estado puede tener sus diferencias con los entes de control o con otras entidades del orden institucional, con razones justificadas o no. Lo inquietante de la cuestión es que si estos en cumplimiento de sus funciones toman decisiones en derecho que el gobernante considera que lo afectan a él o a su Ejecutivo decida no acatarlas por atribuirlas a motivaciones políticas, como ha ocurrido con la suspensión provisional del canciller Leyva, ordenada por la Procuraduría desde el 24 de enero.

Acelerar el deterioro de una relación que debe preservarse por encima de todo, en virtud de la separación de poderes de nuestro Estado de derecho, o acrecentar los temores de una sociedad que acusa hartazgo de que sea forzada a situarse en una u otra trinchera, es un riesgo al que el mandatario no debería exponer al país. Jamás el espíritu revanchista conduce a un puerto seguro.

Con demasiada levedad, el Ejecutivo y sus congresistas aliados insisten en el argumento del golpe de estado, sin pruebas, acumulando tensiones que podrían estallar en cualquier momento. Conviene actuar con responsabilidad frente a exabruptos que podrían socavar la estabilidad de los colombianos, conjurando al máximo la amenaza de un enfrentamiento de legitimidades que derive en una fractura irreversible. Nuestro Estado de derecho, al igual que sus instituciones, ha demostrado históricamente una ejemplar fortaleza democrática frente a las arriesgadas aventuras de tantos a los que les ha costado entender que en un escenario de choque de trenes nunca podrán existir ganadores, por lo mucho que se pierde.

Ante las pulsiones humanas asociadas al poder, que vemos retratadas en el presidente Petro o en su ministro del Interior que esgrimen la tesis del quiebre institucional para escenificar maniobras políticas y reestablecer respaldos en un momento de crisis de gobernabilidad, urge anteponer el sentido común. La moderación siempre está de un mismo lado: el de la razón y la sensatez. Así que principio de realidad para encarar las pugnas que se avecinan, si no se deponen los ánimos en un país cada vez más inmerso en durísimas controversias políticas y jurídicas.