El que siembra vientos cosecha tempestades. Estaba cantado que la movilización popular alentada por el presidente Gustavo Petro y convocada por sectores afines a su gobierno para exigir la elección de fiscal General corría el riesgo de desencadenar actos de indebida presión contra la Corte Suprema de Justicia, encargada –por mandato constitucional– de su escogencia.

Al final, eso fue lo que sucedió. El país, también la comunidad internacional, fue testigo de cómo durante horas los magistrados del alto tribunal, funcionarios de la Rama Judicial y quienes se encontraban en el Palacio de Justicia soportaron el asedio de manifestantes que bloquearon sus distintos accesos. Aunque ahora los instigadores de las protestas se laven las manos, no fue infundado que esta coincidiera con la nueva jornada de votaciones de la Corte. Tampoco, que la máxima tensión, cuando un puñado de manifestantes trató de entrar por la fuerza a la sede del Palacio, se produjera luego de que el presidente de la Corte, Gerson Chaverra, anunciara que ninguna de las tres candidatas al cargo había obtenido los 16 votos necesarios.

Semejantes actos violentos e intimidatorios contra un órgano autónomo, independiente e imparcial de la justicia lanzaron una peligrosa señal a las instituciones que amenaza con socavar las bases del Estado de derecho, de la democracia misma. No en vano, el presidente Chaverra, tras condenar lo ocurrido, y aún conmocionado, cuestionó con severidad que “cualquier sector o actor de un país pretenda presionar política, física o moralmente decisiones de la justicia”.

Lamentablemente, la actitud pendenciera de quienes ejercen hoy las más altas dignidades del Estado, decididos a desconocer voces críticas e independientes, se resisten a aceptar que las “diferencias deben ser tramitadas por medio de los procedimientos institucionales consagrados en el orden jurídico”. Chaverra así se los recordó. Su pronunciamiento resulta imprescindible, sobre todo porque los condicionamientos externos u hostigamientos que afrontan él y sus compañeros, como se lo hicieron saber al presidente, son promovidos desde los poderes públicos.

Intromisión inadmisible que lo llevó a pedirle al Gobierno nacional garantías para ejercer sus competencias, al igual que para todos los jueces del país, que hoy sienten que no las tienen. Como era de esperarse, el resto de las altas cortes, entes de control y órganos de la justicia cerraron filas con sus colegas, no sin antes reclamar irrestricto respeto a la independencia judicial.

El enquistado conflicto del presidente Petro con el fiscal Barbosa ha llegado demasiado lejos. Las delirantes acusaciones del mandatario sobre una ruptura o quiebre institucional, del que lo responsabiliza directamente, han instalado un enrarecido ambiente de histeria colectiva que se extiende con celeridad, impactando a la función judicial. Los hechos son evidentes. En el centro de la disputa aparece el reclamo, por las buenas o por las malas, para que la Corte elija fiscal de la terna enviada por el jefe de Estado desde hace meses, e impida que la actual vicefiscal, Martha Mancera, asuma las riendas de la entidad. Pero a estas alturas ya no hay vuelta atrás.

¿Hasta qué punto al Gobierno le resultará rentable políticamente graduar a sus contradictores como conspiradores, mientras las tensiones institucionales siguen in crescendo por cuenta del relato de golpe de estado defendido por Petro y su guardia pretoriana? Quienes desestiman esta interpretación alternativa de la realidad, pese a reconocer excesos o extralimitaciones del fiscal Barbosa, descubren en la postura del mandatario una reacción temeraria a las investigaciones de la justicia y entes de control por las actuaciones de su hijo Nicolás Petro y de algunos de sus funcionarios por presuntas irregularidades en la financiación de su campaña en 2022.

¿Busca impunidad para ellos? Se preguntan quienes no logran entender cómo un debate jurídico derivó en una tormenta política que ahora sacude a la Corte Suprema. Es un exabrupto pretender que si no se puede gobernar a los jueces, darles órdenes, fijarles condiciones o marcarles plazos, el camino es tensar la cuerda para presionarlos al máximo. Se equivoca el presidente, también quienes en su Gobierno actúan como activistas, al anteponer sus conflictos sectarios a los intereses de la nación. La independencia de poderes es incuestionable. Su insistente llamado a la movilización popular podría provocar el efecto contrario al que buscan. Más razón y menos instinto para desmontar las batallas dialécticas que nos mantienen en inestabilidad permanente.