Sí, Colombia se salvó de caer en recesión técnica en 2023, pero el pobrísimo crecimiento de su Producto Interno Bruto (PIB), de apenas 0,6 % –la mitad de lo pronosticado por la mayoría de analistas del mercado–, confirmó el estancamiento de su economía. Y lejos, bastante lejos, de la proyección hecha por el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, que apuntaba a 1,5 %. Desaceleración en su máxima expresión, dirán los más doctos; una pésima noticia, señalarán los más profanos. Al final, lo que representa en sí mismo este resultado tan grave nos golpea a todos.
El dato, el menor de las últimas dos décadas, exceptuando el año de la pandemia, es alarmante, cierto, pero no debería sorprendernos. Cuando tres de los motores económicos más relevantes del país frenan en seco durante un mismo año, encadenando caídas mes tras mes, como sucedió con la construcción, que se desplomó 4,2 %; la industria manufacturera que lo hizo 3,5 % y el comercio, 2,8 %, lo más lógico es que la crisis deje de ser algo coyuntural para dar paso a una situación crónica que, a decir verdad, no ha encontrado la respuesta más acertada del Gobierno.
Sin duda, se ha perdido tiempo valioso para poner en marcha un plan de reactivación y ahora, cuando la tormenta perfecta que se abate sobre la economía hace realidad los peores temores, advertidos con insistencia por la desoída dirigencia gremial, comienzan a aparecer nuevos desafíos. Uno de los más preocupantes, el deterioro del empleo tras 19 meses de contracciones en las ventas de vivienda, 9 en las del comercio y 11 en el de las industrias manufactureras. El otro, es el efecto que semejante estancamiento tendría en el recaudo tributario por cuenta de una eventual caída en los ingresos per cápita, el de los ciudadanos, y el de empresas e industrias.
Como era de esperarse, en el 2021, tras lo peor de la pandemia, la economía rebotó hasta llegar a 10,8 %, mientras que en 2022 el coletazo de ese empuje jalonó un crecimiento de 7,3 %. Sin embargo, esto no obedeció solo a un fenómeno espontáneo o automático, sino que también fue el resultado de consensos entre liderazgos políticos, económicos y sociales que generaron mecanismos para dejar atrás el crítico momento. Bajo las actuales circunstancias, ese escenario de diálogo constructivo, pero sobre todo de concertación entre los sectores público y privado se hace indispensable para dar forma a una estrategia de reactivación o a políticas contracíclicas que nos devuelvan cuanto antes a una senda de crecimiento que sea sostenida.
Los hechos son tozudos. A las tasas de interés, que el Banco de la República no bajará de un solo plumazo; la inflación que pese a su tendencia a moderarse aún mantiene rubros intratables, como el de la energía y transporte, y a la dramática caída de la inversión pública y privada por la poca ejecución presupuestal del Gobierno y por la falta de confianza y seguridad jurídica, respectivamente, se le tendrá que añadir el impacto aún indeterminado del fenómeno de El Niño en ciernes. Hay que unir esfuerzos para apalancar acciones conjuntas porque el panorama en este 2024 no se vislumbra necesariamente mejor, no al menos en el corto ni mediano plazo.
¿Y entonces? ¿Tiene el Gobierno, su ministro de Hacienda y el resto del equipo económico la receta o el antídoto para esta crisis que podría intensificarse con impredecibles consecuencias? Sin un rumbo claro, lo único que se expandirá aún más es la incertidumbre. Fuera de ironías, si el Ejecutivo quiere honrar sus compromisos de cuidar a la clase media y a los más vulnerables tiene que propiciar el ambiente para crear empleo formal a través de las empresas. Las micro, pequeñas, medianas y grandes, todas hacen parte de un mismo ecosistema que demanda condiciones de confianza y de seguridad jurídica, se debe insistir en ello, para ser rentables económica y socialmente, garantizando que puedan seguir invirtiendo e impulsando crecimiento.
Para mañana es tarde. La economía, en particular cuando afronta un descalabro como este, no puede estar condicionada por la polarización política, confrontaciones ideológicas o cuentas de cobro territoriales. Demonizar a las empresas porque obtienen beneficios es fácil, cuando los dejan de tener y ya no son viables los problemas se le acumulan, pero al Estado. Que el Gobierno del Cambio no se dé un tiro en el pie. Urge que se siente con representantes del sector privado para definir actuaciones, no para crear más mesas de trabajo. Es momento de superar desconfianzas mutuas para ofrecer las certezas que la gente con escasas alternativas les reclama.