Que 337 alcaldes, diputados, concejales y ediles, elegidos en los comicios territoriales de octubre pasado, aún no entreguen sus cuentas de campaña al Consejo Nacional Electoral (CNE) demuestra su absoluto desprecio por la institucionalidad que ahora representan. Es evidente que su negligencia a acatar las reglas de juego pactadas en el proceso electoral, por desinterés, descuido u oposición a develar el monto de sus ingresos y gastos, suscita todo tipo de recelos o sospechas entre quienes les otorgaron su respaldo en las urnas. Esta posición incoherente en el ejercicio de su nueva función pública no solo les perjudica, también le hace mucho daño a la institucionalidad.
Más allá de las multas e incluso del descrédito al que se exponen estos funcionarios públicos o sus movimientos políticos, según revela el informe del magistrado César Lorduy, la sensación que nos queda es que en Colombia, pese a lo consignado en la Constitución o en las normas electorales, con demasiada frecuencia, la clase política –da igual que sea la tradicional, progresista o emergente– se resiste a actuar con la transparencia y responsabilidad debidas y a respetar los límites establecidos, que buscan conjurar exabruptos e irregularidades. En definitiva, a rendir cuentas públicas sobre el dinero que manejan en campañas: su cantidad, procedencia o destino.
La realidad de las campañas presidenciales de los últimos 30 años, por ejemplo, corrobora que algunos de los que tienen prisa por acceder al poder desconocen o pasan por alto lo que es la autocontención. O dicho de otra manera, la decencia. Salpicados o inmersos en vergonzosos escándalos de financiación ilegal por dinero del narcotráfico u otras actividades ilícitas; pagos irregulares, como pasó con Odebrecht, o por aportes que no son notificados a la autoridad electoral para evitar volarse los topes electorales, el país ha visto crecer un inventario de exmandatarios, candidatos, gerentes de campaña y políticos en general cuestionados, investigados, cuando no llamados a juicio, e incluso condenados por acción u omisión.
Luego no faltan los que se preguntan: ¿por qué tanta desconfianza hacia la clase política? Finjamos sorpresa. Está claro que en buena parte de ella solo prevalece un desmedido interés electoral. Lo terrible es que el Estado no cuente con capacidad de ejercer una debida supervisión, vigilancia o control sobre los procesos electorales a través de los mecanismos previstos en su ordenamiento jurídico. Al margen de los cuestionamientos sobre su supuesta politización u obsolescencia, el Consejo Nacional Electoral (CNE) se queda corto para ejecutar sus funciones a tiempo y con eficacia, lo que allana el camino a sujetos ambiciosos sin escrúpulos ni límites éticos.
Nada más cierto que hecha la ley, hecha la trampa. Así de simple. El que no quiere jugar limpio hará todo lo que esté a su alcance para saltarse controles, esquivar normas o interpretarlas según sus esquemas mentales. Increíblemente a eso nos hemos acostumbrado en nuestro país, donde una vez se denuncian las supuestas irregularidades los esfuerzos de la dirigencia política se encaminan a no asumir sus responsabilidades por haber tomado decisiones equivocadas, sino más bien a evadirlas acudiendo a maniobras de todo tipo u ofreciendo argumentos o sobrexplicaciones que en ocasiones rayan en el cinismo y que en cualquier caso deberán ser contrastadas por las autoridades competentes de indagar los hechos, porque esa es su función.
De entrada, eso es lo que ha sucedido con la campaña del presidente de la República, luego de la declaración del ex diputado del Atlántico Nicolás Petro, primogénito del jefe de Estado, quien reconoció haber recibido dinero de dudosa procedencia, supuestamente para su financiación, testimonio del que, aunque luego se ha venido desmarcando, lo tiene ad portas de un juicio acusado de lavado de activos y enriquecimiento ilícito. El suyo es solo un hilo más de la intrincada madeja tejida alrededor de las fuentes, cantidades y destinación de los recursos, que también tiene su puntada en los explosivos audios entre la entonces jefa de gabinete, Laura Sarabia, y el exsenador Armando Benedetti, el tigre que dijo haber recaudado 15 mil millones de pesos al que le buscaron una salida en la reabierta embajada ante la FAO, para que no se le tire a nadie encima.
Deslegitimar al que indaga o restar credibilidad al que imparte justicia suele ser una salida facilona de quienes son interpelados a ofrecer las respuestas que no quieren dar. Es aún más simple cuando quien hace las preguntas ha excedido competencias politizando su labor. Sin embargo, esto no exime de responsabilidad a aquellos que hubieran incurrido en comprobadas actuaciones al margen de la ley, por las que tendrán que responder. El relato del golpe blando o de la ruptura institucional instaurado por el Ejecutivo no debe desviar la atención de un asunto que es jurídico, no político. Que nadie pierda de vista que de la exigencia al debido acatamiento de las reglas de juego, que son para todos en un Estado de derecho, a la persecución hay un largo trecho.