Lo sucedido con el secretario general del Ministerio de Relaciones Exteriores, José Antonio Salazar, a quien a estas alturas la opinión pública no tiene claro dónde ubicar, si en la categoría de héroes o de villanos, es de no creer. En todo caso, su testimonio no tiene desperdicio.

Asegura que luego de profundas cavilaciones, consultadas únicamente con su conciencia, y para tratar de conjurar males aún peores, porque sin duda este novelón ha traído consigo más de uno, decidió adjudicar a la compañía Thomas Greg & Sons el contrato para la fabricación de pasaportes, por casi $600 mil millones, sin avisarle a nadie. Ni a su nuevo jefe, el ministro encargado, Luis Alberto Murillo, el embajador en Washington; ni al anterior, a Álvaro Leyva, quien además es su amigo personal por años de actividad política y el responsable de su nombramiento.

Aunque, bueno, en ese caso particular no tendría por qué haberlo hecho en vista de que Leyva se encuentra suspendido por la Procuraduría General que le adelanta un juicio disciplinario, justamente, por las presuntas irregularidades en las que habría incurrido con sus actuaciones, por haber declarado desierta la cuestionada licitación y decretado la urgencia manifiesta durante el trámite contractual, “sin que al parecer hubiera causales para adoptar esas determinaciones”.

Salazar, el inmolado secretario –también investigado por el Ministerio Público– defiende su proceder. Primero, porque dice que fue ajustado a la Constitución, a la ley y a todas las normas de contratación estatal y, por lo tanto, adjudicar era lo más recomendable para zanjar el conflicto abierto con Thomas Greg & Sons, que demandó a la nación por $117 mil millones. Esto después de que se frenara la licitación en la que aparecía como el proponente mejor calificado y de que no se alcanzara una conciliación con el Estado por la férrea oposición del incombustible Leyva.

Y segundo, porque Salazar asegura que su determinación, como hombre de bien que es, no fue arbitraria ni unilateral, sino el resultado de un proceso de evaluación a cargo de un comité técnico integrado por abogados, economistas y otros expertos, que consideró acertado adjudicar el contrato a la firma responsable de fabricar los pasaportes desde el 2007, pese a las observaciones de interesados u oferentes en torno al pliego de condiciones elaborado por la misma cancillería.

Si es que hubo errores, como el Gobierno señaló en su momento, se gestaron en sus despachos, casi seguro que en el de Salazar, responsable de los trámites administrativos, presupuestales y jurídicos del ministerio. Competencias que, por cierto, se le habían retirado y nunca le fueron devueltas, dice ahora el canciller Murillo, quien insiste en que la licitación continúa suspendida.

Increíble cómo la maniobra de Salazar tomó forma hasta darle un giro inesperado al caso. Pretendía calmar las aguas: el retiro de la demanda de Thomas Greg & Sons, un eventual retorno de Leyva a su puesto al cesar las causas de su suspensión y asegurar un encargo tranquilo para Murillo, pero desató una tormenta. Su señal más evidente, la iracunda reacción del presidente Gustavo Petro, que lo acusó de “traidor”, anticipó su destitución fulminante en un trino, reiteró que era un contrato “corrupto”, arremetió contra la firma y solicitó una investigación penal. Nada distinto a extender el manto de dudas sobre el trámite de este proceso, lo más parecido a un sainete que se ha escrito en varios actos, casi todos signados por los escándalos, improvisación, reversazos de decisiones claves, salidas en falso, desconfianza y ausencia de seguridad jurídica.

Es cierto que la conducta del secretario Salazar resultó inesperada, pero de ahí a presentarlo como un traidor, porque el presidente Petro insiste en que los funcionarios públicos deben declarar desiertas las licitaciones cuando se habilite un solo proponente, es un exabrupto jurídico, además de una torpeza política que expone a la nación a demandas innecesarias. No cabe duda de que la ausencia de racionalidad jurídica nos empuja a un deterioro institucional.

No solo porque se desconoce la ley vigente, en este caso de contratación estatal. También porque las instituciones no deben quedar sometidas a los caprichos de gobernantes que pretendan ponerlas a su servicio. Las normas, pese a que en ocasiones les incomoden a los dirigentes políticos, existen para ser acatadas. Lo contrario, nos conduce a un seguro desastre y ratifica su descrédito moral.

Parece evidente que la Cancillería no firmará el contrato tras la adjudicación que no fue, aunque nada puede darse por descontado en este culebrón con guion incierto y capítulos sorprendentes que, lejos de terminar, podría apenas estar escribiéndose.