El informe anual de la Oficina de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia es demoledor. Por cuarto año consecutivo, en el balance entregado por sus delegados, las masacres aumentaron en el país. Fueron 98 en total –seis más que un año atrás- que dejaron la escalofriante cifra de 320 víctimas, principalmente en Antioquia, Atlántico, Cauca, Magdalena, Nariño y Valle del Cauca, donde se constató el incremento de la violencia derivada de estrategias de expansión territorial, control social y otras acciones de amedrentamiento, acoso o extorsión perpetradas por grupos armados ilegales y organizaciones criminales que siguen condenando a los civiles de zonas rurales y urbanas a la inaceptable vulneración de sus derechos y libertades.
Pese a la reducción de algunos indicadores, como el de crímenes de líderes sociales -105 en 2023 frente a 116 en 2022- o el de personas desplazadas y confinadas, nadie debería permitirse caer en la autocomplacencia de cantar victoria o de mostrarse satisfecho, cuando aún tenemos la deshonrosa cifra de asesinatos de defensores de derechos humanos más alta de todo el mundo.
Este es un patrón tan repudiable como doloroso que se repite casi siempre: los actores armados ilegales asesinan a quienes deciden levantar su voz para decir basta o “se convierten en un obstáculo” para sus dinámicas de férreo control social. Así que siendo coherentes con la dramática realidad que afrontan extensas regiones de la Colombia profunda, la situación no solo se encuentra lejos de mejorar, sino que en algunos casos ha empeorado durante los últimos años.
Poniendo la lupa en el Índice de Impacto de la Violencia elaborado por la misma oficina de Naciones Unidas, para tratar de entender cómo la criminalidad se ha expandido en el país, basta señalar que en 2023 los municipios y grandes ciudades sacudidos por hechos violentos sumaron en total 206, en 28 de los 32 departamentos, cuando en 2022 fueron 180 y en el 2021, 156.
Por cierto, Soledad, en la categoría de muy alta violencia, puesto 25, así como Barranquilla, Malambo y Puerto Colombia, en la de alta, aparecen en el listado del año anterior, que encabezan Tame, en Arauca; Balboa, en Cauca; Cali, en el Valle del Cauca, y Tumaco, en Nariño, consideradas las zonas más críticas del país. En estos últimos territorios hacen presencia el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y disidencias de Farc, en particular el Estado Mayor Central (EMC), el de ‘Iván Mordiscos’, con ambos dialoga el actual Gobierno y mantiene un cese al fuego bilateral.
Es desalentador que las negociaciones de paz no transformen la infame dinámica de la guerra ni alivien de alguna manera la crisis humanitaria que soportan las comunidades en departamentos históricamente impactados por la violencia. Por el contrario, lo que ha constatado la ONU y centros de pensamiento independientes, como la Fundación Ideas para la Paz (FIP,) es un progresivo fortalecimiento del accionar de los grupos armados ilegales, en términos de un aumento en el número de sus integrantes como en sus estrategias de expansión en las regiones.
Hace falta atender el mensaje de Juliette de Rivero, representante de esta oficina en Colombia, cuando advierte: "La consolidación del poder de los grupos en algunos territorios representa un riesgo para la gobernabilidad y para la protección de los derechos humanos de la población". Su inequívoco llamado al Gobierno Petro, al que reconoce su “enfoque de derechos humanos en las nuevas políticas de seguridad, desmantelamiento y drogas”, para que fortalezca el “Estado de derecho en los territorios dada la preocupante situación de inseguridad" es coincidente con invocaciones similares hechas por distintos sectores políticos, sociales y, en particular, por las comunidades, que se sienten solas e indefensas ante el avance de una guerra sin señales de acabar.
Urge pasar de las palabras a los hechos para traducir las iniciativas del Ejecutivo en “planes estratégicos y territoriales para su implementación”. Es decir, menos retórica y más acciones. O como también se deduce de lo señalado por la ONU, el Gobierno no puede ni debe perder el rumbo porque el Estado, como el garante de los derechos humanos, aunque esté al frente de una negociación -difícil por la naturaleza sediciosa de su contraparte y desarticulada, en ocasiones, por su improvisación-, está obligado a garantizar la seguridad de los territorios y a dar una respuesta eficaz, oportuna y proporcionada cuando se cometan ataques o violaciones de derechos humanos, lo cual no siempre ocurre por una fuerza pública con las manos amarradas.