Miles de colombianos salieron esta semana a las calles a ejercer su derecho constitucional a la protesta. Lo hicieron pacíficamente, en una declaración de participación ciudadana que corroboró el vigor de nuestra democracia, y que merece ser tenida en cuenta. Es lamentable que el Gobierno, en cabeza del presidente de la República, tan afecto a la movilización popular, la interprete ahora de forma sectaria, desestimando el malestar social de quienes se manifestaron en su contra. Muchos de ellos ni siquiera pertenecen a los partidos de oposición que la convocaron, no son privilegiados, ni se resisten al cambio porque se encuentren aferrados al poder. No son ellos los que gobiernan hoy, es más, quizás nunca han estado ni cerca de hacerlo.
Sencillamente son personas del común que por distintas razones no están de acuerdo con las políticas, reformas o actuaciones del Ejecutivo ni se sienten representadas por él. ¿Por qué no escucharlas en vez de desacreditar la protesta en la que participaron o descalificar sus demandas? Su movilización es tan legítima como la del estallido social de 2021. Es la democracia.
La valoración moral de una marcha o de una concentración no puede estar condicionada al rótulo político de su organizador ni a las causas o motivación de la protesta. El Estado de derecho debe garantizarlas todas, como efectivamente hizo con la del pasado miércoles, y esa tiene que ser la norma, no lo que sucedía antes cuando la Fuerza Pública y algunos manifestantes incurrieron en reprochables excesos violentos y desmanes, por los que ahora deben responder ante la Justicia.
Limitar los derechos ciudadanos poniendo en tela de juicio las razones de una protesta pacífica no es un acto privativo del Gobierno de Gustavo Petro. ¡Qué va! Esta actitud ha sido una constante entre quienes en el ejercicio del poder han rehuido el debate de las ideas, la búsqueda de entendimiento entre opuestos, el respeto por la diferencia, para privilegiar la confrontación en los espacios políticos e institucionales, pensando en cómo conseguir más votos.
Tan reprochable antes como ahora. Lo preocupante es que empeora. Caminamos sobre un terreno minado en el que la responsabilidad recae en el Ejecutivo y en los distintos partidos políticos que se perciben en permanente campaña. Desde sus respectivas trincheras insisten en envenenar opiniones para hacerlas totalmente irreconciliables, exacerbar diferencias apelando a las más complejas emociones, aumentar tensiones señalando chivos expiatorios en vez de asumir responsabilidades o en silenciar al contrario ideológico hasta convertirlo en un enemigo con el que es impensable dialogar, pactar acuerdos, alcanzar consensos o construir en conjunto.
Divide y vencerás, deslegitima al que piensa distinto, desdibuja sus reclamos, no importa a quien te lleves por delante, parece ser la máxima de esta descarnada competición, signada por los extremismos, una rampante simplificación del debate público y la ausencia de tolerancia o moderación. Los conflictos entre políticos no son nuevos, cierto, pero antes sus diferencias las discutían con altura intelectual en aras de resolverlas. Ahora ni eso, lo cual no es normal. Y aún peor, ese ambiente irrespirable que asfixia al Gobierno y al Legislativo ha intoxicado a la gente del común, a la que le cuesta cada día más entenderse y resolver sus divergencias con respeto. A fuerza de confrontación twittera, y con el telón de fondo del malestar social, la crisis de confianza, la reducción de expectativas de futuro posible y la incertidumbre, los liderazgos incendiarios han alineado a sectores significativos en uno u otro bando, etiquetándolos como buenos, malos, culpables, enemigos, rivales, sin posibilidades de encuentro, entendimiento o diálogo. Negociar y pactar en política o en la calle resulta casi inviable. ¿Cómo volver a darle valor a esta necesidad?
Sin la responsabilidad política que su dignidad les exige, como lo demostró en la red social X el director de Prosperidad Social, Gustavo Bolívar, quien calificó de “basura de ser humano” al concejal de Bogotá por el Centro Democrático Daniel Briceño, será realmente difícil elevar el nivel del debate público o salir del enconamiento que la polarización política nos ha contagiado. El futuro del país, el de las reformas consensuadas, el fin de la violencia, el crecimiento económico, la justicia social, lo urgente que es eso y más, pasa por dejar de criminalizar al contrario para ser capaces de ponernos de acuerdo. Válido para Petro y su corte, los congresistas y para el vecino. La realidad no se define en blanco o en negro, lo irreconciliable no nos conducirá a ninguna parte.