La salud mental de nuestros adolescentes y jóvenes nos refleja como sociedad. En EL HERALDO llevamos semanas abordando los problemas o conflictos emocionales que soporta esta población, especialmente, impactada por situaciones que han erosionado su bienestar integral.

Sería demasiado simplista e incluso frívolo, por no decir irresponsable, atribuir esta situación a un único factor, cuando la realidad nos indica que el contexto es bastante más complejo de lo que imaginábamos. Sicólogos, psiquiatras, rectores de universidades, educadores en general y, lo más importante, líderes de movimientos juveniles y organizaciones estudiantiles, con quienes hemos conversado recientemente, coinciden en que la crisis ha alcanzado un punto de máxima tensión, tras cumplirse cuatro años del inicio de la pandemia que dejó heridas aún abiertas: ansiedad, estrés, depresión u otros efectos postraumáticos, por las pérdidas y rupturas que se afrontaron.

Detrás de esta multifactorial tormenta perfecta que se abate con intensidad entre mujeres y hombres, de 15 a 29 años, se encuentra desde la precariedad socioeconómica, la falta de empleo o de acceso a la educación hasta el abuso de las redes sociales que exigen reproducir modelos estéticos o comportamientos inalcanzables, entornos de excesiva competitividad y el consumo de sustancias psicoactivas, pasando por la ausencia de ambientes protectores y seguros, violencia intrafamiliar o sexual, hogares poco cohesionados y la carencia de habilidades socioemocionales.

A semejantes retos, también se les debe añadir la incertidumbre o desazón diaria por lo que ocurre en Colombia y en el mundo, sucesos violentos o económicos, que no convocan a la esperanza. Sin los adecuados recursos personales ni sólidas redes familiares, sociales o laborales para enfrentar la carrera de obstáculos, como buena parte de los adolescentes y jóvenes perciben su vida, muchos la asumirán como una carga insalvable, que pesa y, en particular, duele mucho.

Indicadores alarmantes como el incremento de suicidios, intentos e ideaciones suicidas en Barranquilla, también en el resto del país, ponen de manifiesto que el conjunto de la sociedad no se ha ocupado de asegurar una respuesta acertada y ante todo, oportuna, a la crisis de salud mental incubada hace tiempo, incluso desde antes de la pandemia. Padres y familias deberían ser la punta de lanza que reaccione cuando las vulnerabilidades, inseguridades o miedos de los más frágiles se desbordan. Desafortunadamente, no siempre sucede así por las razones que sean.

En cualquier caso, todos les fallamos porque, pese a las evidentes señales expresadas por menores y jóvenes durante los últimos años, no ha sido posible articular de forma eficiente acciones institucionales robustas, sostenidas en el tiempo, y de alcance colectivo, entre los sectores directamente implicados.

Primero, el educativo. Instituciones, colegios, universidades están aún en mora de ofrecer una pertinente formación en competencias socioemocionales, como si fuera una asignatura tan relevante como matemáticas o lenguaje, porque de ellas depende el pleno desarrollo personal. Proceso que también debe extenderse al resto de la comunidad educativa. Segundo, el sistema de salud, que sigue sin estar preparado para prevenir e identificar riesgos ni para reaccionar a tiempo garantizando acceso a quienes, por miedo, estigma o vergüenza, se han resignado a tolerar la pesada carga de sus problemas de salud mental. Es lamentable que la falta de sicólogos o de rutas integrales de intervención les impidan recibir la atención terapéutica de calidad y constante que necesitan y reclaman a gritos, así sea en silencio. Paradójico, pero real.

Tercero, los medios de comunicación con autocrítica debemos reconocer que frente a hechos como los sucedidos en las universidades no siempre actuamos con la responsabilidad, prudencia y respeto debidos. No se trata de dejar de informar, sino de cuestionarnos si procederíamos con la misma ligereza en el caso de que fuera un ser querido. Ningún like vale el dolor de una familia. Negar o invalidar los sentimientos de tristeza, de ansiedad o el malestar emocional de los demás no los resolverá por sí solos. Insisten los expertos en que padres, educadores y amigos entrenemos la escucha activa y empática para estar más atentos a las señales que nos envían quienes cruzan su propio desierto. No tienen por qué hacerlo solos. Nadie debería arriesgarse, so pena de quedarse atascado. La discusión está abierta. Los jóvenes necesitan y merecen ser escuchados.