Si como predicaba Jesucristo “la verdad nos hará libres”, el padre Darío Echeverri, párroco de la Basílica Menor del Voto Nacional soltó una de a puño que busca abrirnos los ojos para comenzar a ver una realidad encubierta. Este sacerdote, un obrero de la paz y la reconciliación de los colombianos, secretario general de la Comisión de Conciliación Nacional de la Conferencia Episcopal por casi 20 años, dijo que hoy cuenta más la voz de los victimarios que la de las víctimas.
¿Y a quiénes se refiere? Sin duda, a la de las organizaciones armadas ilegales y estructuras criminales. Tanto a las que en estos momentos negocian o lo hacen a medias con el Gobierno o a aquellas que intentan abrir espacios de diálogo, acogimiento, sometimiento, o como se les ocurra a sus participantes etiquetarlos, bajo el amparo de la enrevesada política de la paz total.
Es más, para que no quedara duda alguna de su aflicción, porque demasiados viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden, precisó, tan coherente como siempre, que el sentir de la población en los territorios afectados por el fragor de la violencia no cuenta lo suficiente en los procesos de negociación ni en las conversaciones de paz. Se puede decir más alto, pero no más claro. Cuánta falta hacen voces con autoridad, como la suya, en el diálogo de sordos que mantiene el Gobierno con grupos armados ilegales que con sus acciones siguen infligiendo un enorme daño a los civiles.
Ahí está el caso del Cauca que se desangra a diario, mientras sus comunidades indígenas, negras y campesinas deploran con impotencia el reclutamiento de sus niños o lloran el asesinato de sus líderes. El más reciente, el de la mayora Carmelina Yule Paví, del pueblo Nasa, a quien la violencia le había arrebatado a dos de sus hijos y ni así dejó de levantar su valerosa voz ni de ejercer resistencia contra la injusticia y la guerra. El Estado Mayor Central, liderado por ‘Iván Mordisco’, con quien el presidente Petro sostiene su propia disputa, es el único responsable de esta infamia.
¿En qué momento las víctimas dejaron de estar en el centro de todo o es que realmente nunca lo estuvieron? Quizás la oportuna reflexión, a manera de autocrítica elevada por el padre Echeverri, nos conduzca a sincerarnos acerca de por qué el Estado colombiano, sus instituciones y, en su conjunto, la sociedad les hemos fallado a quienes durante décadas han sufrido las atrocidades de la guerra. Si ellas son nuestro referente ético y moral, como los distintos gobiernos, en particular los más recientes, han reiterado hasta la saciedad, ¿por qué no han sido capaces de garantizarles mínimos de respeto, memoria, dignidad, justicia, verdad y reparación?
Seguramente, por eso, porque no hemos estado a la altura de sus circunstancias –que solo ellas han padecido- es que las siguen instrumentalizando de distintas maneras, a tal punto que algunos sectores con mezquina bellaquería movidos por intereses partidistas se atreven, incluso, a politizar sus tragedias, a jugar con ellas, hasta convertirlas en armas arrojadizas contra sus adversarios. Lamentable que también deban lidiar con la recua de falsos profetas que a punta de mentiras o medias verdades revictimizan a quienes dicen supuestamente defender. Su actitud de sepulcros blanqueados profundiza nuestra deuda con ellas. Mientras, sus muertos, sus desaparecidos, sus menores reclutados, sus seres amados abusados continúan ahí, ignorados. Y el resto del país, pues, como si nada, sin la menor intención de entenderlo, de mostrar sensibilidad o de hacer algo más que lamentar de dientes para fuera lo que les pasó o aún sucede.
Hasta que se anuncia que una escuela en lo recóndito de un municipio distante, San Vicente del Caguán, en Caquetá, recibirá el nombre de un sanguinario jefe guerrillero. Escandaloso. O que el exjefe paramilitar Salvatore Mancuso, designado gestor de paz por el Gobierno del Cambio, a quien ahora se pelean la JEP y Justicia y Paz, recobraría la libertad, pese a sus 75 mil crímenes. Incomprensible. Todavía las víctimas, que le reclaman verdad, tendrán que verlo acudir a la Casa de Nariño por invitación del jefe de Estado, a lo que el defensor de derechos humanos de Sucre, Juan David Díaz Chamorro, hijo de Edualdo Díaz, ex alcalde de El Roble, asesinado en 2003, le ha pedido al mandatario que también las convoque a dialogar y que, en todo caso, no hable en su nombre.
‘Sapos’ como estos y, aún peores, son los que se han tenido que tragar las víctimas en Colombia que, pese a tantas vanas promesas, continúan sin ver satisfecha su exigencia de justicia, no se diga de verdad. Conocerla es un derecho que les asiste, pero que se les ha negado de manera sistemática en la medida en que sus verdugos intentan justificar sus próximos muertos. En tanto, ellas, cansadas de la guerra como están, se mantienen en pie de lucha, dándonos lecciones de dignidad. Mea culpa por tanta indolencia. Arrepintámonos, más bien todos, porque lo que damos es vergüenza.