Si la seguridad vial es un asunto de responsabilidad colectiva o compartida, ¿por qué cada vez más personas, sobre todo hombres jóvenes, insisten en conducir de manera agresiva o temeraria, asumiendo graves conductas de riesgo que lamentablemente suelen desembocar en fatalidades?

Ni siquiera porque sus vidas corren peligro, ni qué decir de las de los demás actores viales que quedan expuestos a sus temeridades, parecen dispuestos a acatar normas, como respetar límites de velocidad, usar cinturón de seguridad o abstenerse de conducir bajo efectos del alcohol o drogas. Matarse en las carreteras o quedar lesionado terminó por ser una tragedia más en Colombia, donde a diario fallecen más de 20 personas en siniestros viales, pese a que en Semana Santa se logró una reducción de 30 % en el dato de fatalidades: 186 frente a 266 de un año atrás.

Son muchos los que sabemos de sobra que un choque o un atropellamiento en una carretera cualquiera traen consigo dolorosas secuelas personales, pérdidas familiares o un quiebre de expectativas de futuro, que suelen ser irreparables. No podemos resignarnos a seguir empeorando, como lo hemos hecho durante los últimos años, de acuerdo con los vergonzosos registros consolidados por la Agencia Nacional de Seguridad Vial (ANSV), que nos demuestran nuestro rotundo e inapelable fracaso como Estado, también como sociedad, antes y ahora –que el asunto no es político–, en el irreductible propósito de salvar vidas en las vías urbanas y rurales.

Más de 8.400 personas murieron en siniestros viales en 2023 en el país, cerca de 1.500 de ellas en el Caribe. Esto es casi el 20 % del total nacional y, aún más preocupante, la tasa de siniestralidad por cada 100 mil habitantes se ubicó en 12,5 fallecidos, el doble que la de Bogotá.

Cifras totalmente inaceptables que nos sitúan uno o más pasos por detrás de otras regiones que han demostrado que sí es posible salvar vidas, de un año a otro, inclusive, sumando esfuerzos, voluntad política, responsabilidad social y conciencia ciudadana. Persistir en el mensaje de que toda muerte en carretera se puede evitar se convierte en un primer paso. Incorporar acciones o metas de seguridad vial en políticas públicas, al igual que en planes de desarrollo, destinadas a reducir fatalidades, asegurando recursos para reforzar controles en el cumplimiento de las normas de tránsito e intensificar campañas pedagógicas permanentes que eduquen, en especial a niños y jóvenes, son también factores decisivos para cambiar mentalidades y darle la vuelta a esta lamentable historia. Empecemos por entenderlo así antes de que se rompan más hogares.

Como le señaló a EL HERALDO el académico y director de la estrategia ‘Conduce a 50, Vive al 100’, Juan Pablo Bocarejo, las autoridades de los departamentos de la Costa están en mora de aplicar la Ley 2251 de 2022, conocida como ley “Julián Esteban”, que contempla la obligatoriedad de la creación e implementación de planes de gestión de velocidad en municipios, ciudades o distritos con autoridad de tránsito.

Sin temor a equivocarnos, porque lo registramos a diario, el exceso de velocidad sumado a los comportamientos riesgosos aparecen detrás de las causas de muerte de jóvenes, casi todos, motociclistas. Devastador cuando los fallecidos son menores, víctimas de conductas irresponsables de padres o adultos que convierten una moto en un carro de 5 puestos.

Por eso es una buena noticia el lanzamiento de la Alianza de las Velocidades Seguras, liderada por Asocapitales, la Iniciativa Bloomberg para la Seguridad Vial Global y ‘Conduce a 50, Vive al 100’, de la Universidad de Los Andes, que convoca a autoridades de tránsito de la región Caribe a poner en marcha acciones que definan un límite de velocidad de 50 kilómetros por hora en áreas urbanas y de 30 en las escolares y residenciales. Asumamos con seriedad esta posibilidad.

Pacificar vías, señalizar inmediaciones de los colegios o fomentar el comportamiento seguro de los actores viales para que dejen de distraerse con el uso del celular son medidas de sentido común que es el menos común de todos. El costo en vidas humanas, además de otros asociados a la siniestralidad vial, que pagamos en el Caribe colombiano exige que nos volquemos a la construcción colectiva de una cultura de responsabilidad y respeto por vías seguras. Insistamos en ello hasta que seamos escuchados, las carreteras no deben ser terreno abonado para fallecer.