Quienes han buscado politizar el aberrante caso de un depravado que pagó por tener sexo con dos menores de edad en un exclusivo hotel de Medellín deberían reorientar su interés en preguntarse, ¿qué clase de sociedad permite que semejante monstruosidad ocurra ante sus ojos?
La explotación sexual comercial de niñas, niños y adolescentes en Colombia, porque no solo sucede en la capital antioqueña, Cartagena, Bogotá o Barranquilla, es una vergüenza que a diario nos estalla en la cara, pero que sobre todo nos debe quemar en lo más profundo de la conciencia, porque retrata una realidad nauseabunda que por voluntad propia muchos deciden ignorar o no voltear a ver para eludir su responsabilidad en un asunto que compete a todos. Quienes actúan con doble rasero, no denuncian, guardan silencio, fingen o disimulan no haber visto lo que vieron, terminan siendo cómplices indirectos de miserables que van por la vida destrozando infancias.
Ahora bien, si este individuo, Timothy Alan Livingston, de 36 años, procedente de Estados Unidos, como muchos otros extranjeros, escogió a Medellín como destino de turismo sexual infantil es porque conocía de antemano que en esa ciudad iba a encontrar lo que sus pervertidos deseos buscaban. Este es un obsceno ejemplo más de cómo funciona el sistema de oferta y demanda de la explotación sexual de menores de edad, un aberrante delito que no es novedad en Colombia.
Conviene sincerarnos frente a una situación absurdamente invisibilizada por una brutal indolencia e hipocresía social, cuando no por la permisividad e inoperancia del sistema responsable de asegurar la protección de niñas, niños y adolescentes. Desde hace tiempo el lucrativo negocio de menores convertidos en esclavos sexuales por mafias organizadas o redes de trata de personas, en algunos casos con el consentimiento de sus padres o cuidadores, trascendió nuestras fronteras. Su manifiesta vulnerabilidad los hace presa fácil de los proxenetas. Ni siquiera se perciben como las víctimas que son, por esa razón o por miedo tampoco denuncian.
A estos menores obligados a prostituirse en calles o burdeles, forzados a consumir alucinógenos o sometidos a que su cuerpo sea ofrecido por dinero al mejor postor, vía medios digitales, no se les considera seres humanos, apenas objetos utilitarios que se compran o se venden. También se botan o desechan, cuando dejan de ser rentables, luego de terminar rotos por tantos vejámenes.
Nada peor ni más alejado de tan miserable concepción mercantilista con la que sus explotadores se lucran de menores de 10 o 12 años, los despojan de su dignidad, mientras se desligan del incalculable daño emocional, mental o físico que les causan sus abusos por el resto de sus vidas.
Ser capaces de escuchar el grito sin voz de estos pequeños violados una y otra vez por sujetos huecos, sin alma, que pagan por un placer tan sórdido como criminal, es un imperativo moral, nuestra obligación como país. Urge vencer el derrotismo que nos paraliza al saber que estas perversidades no desaparecerán por mucho que así lo deseemos. Esa no es la cuestión. Siempre existirán seres despiadados dispuestos a mostrarnos el rostro más abominable de la condición humana.
La clave radica en movilizarnos como una sociedad unida, fuerte, capaz, para prevenir que más niñas, niños y adolescentes sean arrastrados por las mafias y para proteger a aquellos, que instrumentalizados, incluso por sus mismos familiares, viven a diario un infierno espantoso.
Timothy Alan Livingston, quien jamás debió salir de Colombia tras su aberrante crimen –la Policía aún debe ofrecer explicaciones sobre su cuestionada actuación en el caso- se espera de vuelta para que pague aquí por lo que hizo, como lo ha demandado hasta el presidente Petro. Si esto no es posible, el mensaje de impunidad que se le envía a los depredadores sexuales de menores nos expone a repetir esta historia de dolor una y mil veces.
Así que basta de rasgarnos las vestiduras o de mirar para otro lado. Entendamos de una vez que la articulación institucional para ofrecer una verdadera respuesta integral en términos de prevención, atención de víctimas y sanción de criminales, tanto los que pagan por sexo como los proxenetas, sumado a una conciencia social más elevada, cambiará el extraviado rumbo que hasta ahora hemos transitado.