Pocas cosas más absurdas que la crisis global de desperdicio de alimentos, una tragedia que en sí misma confirma lo irracional que es la humanidad. No es posible entender, tampoco tolerar, que en 2022 el mundo tirara a la basura 1.000 millones de comidas diarias, el 19 % del total de los alimentos producidos ese año, mientras 790 millones de personas padecían hambre crónica.

El más reciente informe sobre el Índice de Desperdicio de Alimentos del Programa de la ONU para el Medio Ambiente (PNUMA) vuelve a poner el dedo en una llaga que nos resistimos a cerrar, pese a que cada vez más voces alertan sobre un problema que aumentó 13 % desde 2019. En la actualidad, cada persona despilfarra en promedio 79 kilos de comida en un año. De ellos, el 60 % procede de viviendas particulares, el 28 % de establecimientos de alimentación, como restaurantes, y el 12 % restante de tiendas minoristas. Responsabilidad o estulticia compartidas. En Colombia, donde un tercio de los hogares soporta inseguridad alimentaria grave o moderada, no escapamos de esta debacle moral. Con una oferta nacional disponible de 28,5 millones de toneladas de alimentos al año, se pierden o desperdician en ese lapso 9,7 millones de toneladas de comida, el 34 % del total. O lo que es igual, por cada 3 toneladas de producción, una se va a la basura. Para ser más claros, un ciudadano despilfarra en promedio entre 55 y 65 kilos por año.

Frutas y verduras, con más del 62 %, es lo que más se pierde o desperdicia, en su gran mayoría durante las etapas de producción agropecuaria, almacenamiento y procesamiento industrial. Aunque también la distribución, venta y el manejo que se hace en el interior de los hogares, por comprar de manera compulsiva, no leer el etiquetado, no tener menús programados, ni considerar los productos locales o de temporada, tienen un peso importante en este desperdicio monumental. No en vano Ábaco, la organización que reúne a unos 24 bancos de alimentos, asegura que con toda la comida que se bota “se podría acabar de sobra con el hambre en el país”. Este es un debate que por más frustrante que sea nadie debería renunciar a dar, tampoco lo dejaremos de hacer nosotros, hasta que se entienda la urgencia de cambiar el rumbo frente al inaceptable desperdicio de comida. Necesitamos un cambio de mentalidad por muchas razones, cada una de las cuales trae consigo sus particulares afectaciones en el desarrollo humano. La primera, de manera obvia, tiene origen en las recurrentes crisis de seguridad alimentaria que encaran las comunidades más vulnerables de un número indeterminado de países, entre ellos el nuestro. Otra pone su foco en las cuantiosas pérdidas que provoca el despilfarro de comida en la economía global que, de acuerdo con la FAO, alcanzan unos 350 mil millones de dólares anuales.

Indudablemente la más amenazadora por sus acelerados efectos que como si fueran un búmeran impactan con fuerza a las otras dos se asocia con la emergencia climática que mantiene en jaque el planeta. Documentados estudios confirman que el desperdicio de alimentos le pasa una factura impagable a la naturaleza por la huella de carbono estimada en 3.300 millones de toneladas de emisiones de gases de efecto invernadero que se desprenden de su pérdida. Tan alarmante es que expertos consideran que si se tratara de un país habría que colocarlo en tercer lugar, tras China y Estados Unidos. Sus efectos también se extienden a los determinantes sectores de la agricultura y ganadería, a su suelo fértil, por no hablar de la huella hídrica, debido a las cantidades de agua empleadas en producir alimentos que se desperdician al final.

Afortunadamente existen iniciativas comunitarias, de restaurantes, supermercados u otras instancias para fortalecer acciones individuales y colectivas contra la pérdida de alimentos. Es un imperativo moral vincularse a estos esfuerzos haciendo lo que esté a nuestro alcance. No se trata de desatar una cacería de brujas señalando responsabilidades, esas se tienen claras desde hace tiempo, sino de que cada quien asuma con sentido común que puede hacer mucho más si sale de su habitual espacio de confort, de usar y tirar. Lo que apremia es que la normatividad vigente en Colombia se aplique para generar conciencia social; pero, si hace falta, que se impongan sanciones a quienes no cumplan con sus obligaciones, en el caso de los eslabones de la cadena de producción.