Corren tiempos tormentosos para la libertad de prensa en Colombia por cuenta de la desinformación. A diario, el clima de extrema polarización política en el que nos debatimos, que ha ido in crescendo desde la llegada de Gustavo Petro a la Presidencia y que se manifiesta en la divulgación de contenidos falsos, noticias manipuladas o propaganda incendiaria, casi siempre a través de redes sociales o plataformas digitales, atenta no solo contra el libre ejercicio del periodismo crítico que fustiga todo abuso o exceso de poder, venga de donde venga, sino que también es una amenaza al derecho constitucional a la información que le asiste a los ciudadanos.

En este extenuante debate alentado por ciertos sectores políticos, económicos, sociales e, incluso, de la cultura que se resisten a ser fiscalizados, sobre todo cuando se trata de instituciones o funcionarios gubernamentales, denigrar al periodismo y a los periodistas se ha convertido en el principal caballito de batalla. Sus ataques permanentes contra la prensa libre, que no se pone a su servicio ni se pliega a sus intereses particulares como sí lo hacen las bodegas a las que les pagan para tal efecto, apuestan insensatamente por erosionar a uno de los pilares de la democracia: el periodismo con su imprescindible doble función, la informativa y la de vigilar a los servidores públicos, también a los particulares, siendo testigo de excepción de nuestra realidad.

Cuando todos callan, el periodismo es el único que se atreve a hablar. Cuando el poder miente, y lo hace con descaro e insoportable frecuencia, el periodismo hace su trabajo para encontrar las evidencias que demuestren el engaño. Cuando el populismo, tanto el de derecha como el de izquierda y en esto sí que se parecen, intenta desatar un caos o un desorden premeditado para generar ruido, distorsionar los hechos u ocultar la verdad, el periodismo reacciona para poner el foco en el sitio que corresponde. En definitiva, esa es su esencia: dar a conocer lo que muchos no quieren que se sepa. Y ahí está el origen de tantas campañas de descrédito o desestabilización que cínicamente reprueban el papel del periodismo, de periodistas y de medios de comunicación.

También es cierto que muchos de ellos incurren en el populismo mediático o en el activismo militante. Avergüenzan a la profesión. Faltaríamos a la verdad que nos esforzamos en defender si no lo reconocemos así. Conviene asumir con autocrítica, en este Día de la Libertad de Prensa, que en ocasiones nos equivocamos y que en otras, algunos deciden comprar los discursos de odio de sectores políticos para tomar posiciones a favor y en contra, se dejan contagiar por el ambiente malsano de la polarización y se olvidan que la única lealtad posible en este oficio es con la ciudadanía que cada vez con más entendibles reservas deposita su confianza en nosotros.

Es hora de hablar con claridad, de sincerarnos, para admitir que la desinformación está poniendo en jaque al periodismo y, de paso, acrecentando la deriva política e institucional del país. Cierto que no es un fenómeno nuevo, pero el alcance e inmediatez de las redes sociales que han abaratado la propagación masiva de mentiras o de medias verdades, que aparece detrás de la desinformación, ha profundizado su efecto. Quienes se dedican a esparcir falsedades, a engañar, o a manipular a las audiencias, usando el anonimato, cumplen su cometido. Para ello existen. Su absoluta libertad les otorga absoluta impunidad. No se trata de promover la censura en su contra, faltaría más, sino de que se entienda que a diferencia de la prensa, de los medios de comunicación, a los que se nos exige rigor, precisión, honestidad y transparencia, quienes perviven en las plataformas no se hacen responsables ni dan la cara por lo que difunden.

Mentir les resulta fácil. Su discurso fanatizado causa daños, confunde, porque su información –que no es libre ni independiente- evita que se hagan efectivos los derechos de los ciudadanos.

Se nos hace tarde para abrir en el país una conversación democrática en defensa de la libertad de prensa. Esta no es una lucha de un puñado de medios, al que el Gobierno del Cambio acusa de integrar una conspiración en su contra, sino de encontrar mecanismos para poner punto final a la impunidad de las mentiras, de la desinformación rampante, principalmente originada desde el Ejecutivo, el resto de poderes públicos y partidos políticos, que de manera explícita afean la labor del periodismo, porque les incomoda o estorban sus voces críticas, molestan sus preguntas o su exigencia de que rindan cuentas. Sesgos prepotentes o miradas simplistas ante una profesión a la que atacan, cuando les conviene, o ensalzan para obtener su aplauso. Lo sabemos.

También, que la prensa necesita ser respaldada para que cumpla con su misión de control al poder, así no les guste a quienes –por sus cargos- se someten al escrutinio público, tan acostumbrados como están a manipular la verdad para que la desinformación campee a sus anchas, sembrando desconfianzas, cuando no logran domesticar al periodismo. Aquí seguimos.