¡Houston, los padres, también los educadores, tenemos un serio problema con los celulares! De eso no cabe duda. Es valioso que en Colombia abramos, como en otros países, un debate social de fondo sobre esta situación que se ha tornado inmanejable, conflictiva en las familias, y frente a la cual es prioritario sensibilizar, formar y, también, ¿por qué no?, restringir su uso, en especial cuando son niños menores de 12 o 10 años, los expuestos a los riesgos que traen consigo.
La decisión de 27 colegios internacionales de Bogotá, todos de carácter privado e integrados en la asociación Uncoli, de restringir el uso de teléfonos inteligentes en la jornada escolar, además de en las rutas, fijó una posición contundente, hasta ahora inédita en el país, sobre un asunto que no está exento de controversias porque se acerca al prohibicionismo como norma.
Sustentan los rectores su draconiana posición en los impactos negativos o efectos adversos que estos aparatos tecnológicos causan, según investigaciones documentadas, por un lado, en la salud mental de los menores en los que contribuye a desarrollar comportamientos adictivos reduciendo la calidad de sus interacciones sociales en el ámbito educativo. Y, por otro, dicen que rebaja su interés en la actividad física e incrementa el bullying o acoso. En definitiva, disminuye de manera importante su rendimiento académico en los salones.
Si esto fuera una prueba de selección múltiple habría que marcar sí a todas las anteriores. El mundo tecnológico, tan revolucionario como indispensable en la vida moderna, conlleva riesgos engendrados en la incondicional obsesión por permanecer conectados 24/7. En especial si son niños, adolescentes o jóvenes, los llamados nativos digitales, que temen perderse aquello que ocurre más allá de su alcance físico, necesitan sumar likes de los demás para sentirse parte de, relacionados a o vinculados con, y a estas alturas ya no conciben existir sin compartir su vida privada, por decir algo, en redes sociales, plataformas digitales o en lo que se les parezca.
Visto así no podríamos más que darles la razón a los rectores de Uncoli cuando resuelven cortar por lo sano para lanzarle a sus alumnos una especie de salvavidas con el que esperan librarlos, así sea durante unas horas, del yugo del celular, mientras ejercen la defensa de su proyecto educativo sin el influjo distractor de los dispositivos móviles. Es también una forma de deshabituarlos o desengancharlos de una posible adicción y de convocarlos a tomar conciencia para que ellos mismos establezcan pautas de uso responsable y seguro de las tecnologías que los conectan que podrían extender a sus hogares, entornos familiares o de amigos fuera de las aulas.
Regular es la palabra clave en esta discusión. Cada colegio de Uncoli podrá desarrollar y, por supuesto, aplicar, según sus necesidades pedagógicas, su propia política basada, eso sí, en la restricción. Derrotero que también orienta la gestión de la Secretaría de Educación de Bogotá que evalúa qué pasos seguir para que los estudiantes de instituciones oficiales usen celulares en los salones bajo la guía y supervisión de sus maestros, pero los restrinjan cuando hagan actividades físicas en los descansos. No se trata, pues, de satanizar los dispositivos móviles, herramientas de extraordinaria utilidad, sino de trabajar de manera concertada para determinar su uso, como precisa el Ministerio de Educación. De modo que sería útil construir en Barranquilla y en los municipios del Atlántico una hoja de ruta que disponga directrices para colegios públicos y privados.
Superando la impotencia que la excesiva conexión digital de los menores causa a padres y docentes, se agradece que la comunidad educativa marque el rumbo, salga de su marasmo para ofrecer alternativas, dentro de su autonomía, y se esfuerce en preservar la autoridad en los centros académicos, insumo fundamental para asegurar el uso saludable y responsable de los dispositivos móviles. No a todos les gusta, y es válido, porque estiman que prohibir resta libertad.
Otros creen que es imprescindible señalar límites, algo que cuesta mucho, y brindar opciones a una población que, sabemos de sobra, no está dispuesta a renunciar, y tampoco debe hacerlo, a la tecnología como herramienta para facilitar sus vidas, siempre y cuando sea capaz de controlarla. En este desafío la clave está en los valores que les transmitimos a nuestros hijos que los orientarán para tomar sus propias decisiones. El progreso es imparable, ese no es el problema, sino entender que no podremos fijar reglas que nosotros mismos no somos capaces de cumplir.