¿Quién iba a decirles a los peatones que a estas alturas, tras años de trabajo comunitario para asegurar un sistema de convivencia pacífica entre los actores viales de Barranquilla, tendrían que disputarles a motos y bicicletas con motor su derecho a disfrutar de una movilidad segura en el espacio público? No se trata de generalizar, pero resulta evidente que en muchos casos los temerarios e irresponsables conductores de estos vehículos se creen los dueños de andenes, aceras u otros caminos reservados única y exclusivamente para la circulación de los transeúntes.

Bien sea por desconocimiento de las normas e irrespeto consciente de las mismas o por falta de vías y de espacios adecuados para desplazarse, los excesos de biciusuarios y motorizados, que usan los andenes de la ciudad como si fueran su propiedad privada, sentencian a los peatones, en especial a menores de edad, mujeres embarazadas, personas con movilidad reducida o adultos mayores, a sortear situaciones que ponen en serio riesgo su seguridad cuando salen a las calles.

Cierto que el espacio público es de todos, pero también lo es que cada uno de los actores viales tiene áreas claramente demarcadas. Si unos u otros ocupan e invaden la zona que no les corresponde la movilidad se tornará caótica, como sucede cada vez con más frecuencia en sectores de Barranquilla y del área metropolitana, donde parece que prevaleciera la fórmula del sálvese quien pueda. O lo que es lo mismo, lo que se impone es la ley de la selva en la que domina la razón del más fuerte, del que insulta con más ganas, de quien pita sin parar o decide –sin asco– echarle la moto, el carro o el bus al que va al lado para que se aparte porque tiene mucha prisa.

Por años, estos comportamientos, tan reprochables como recurrentes, han agravado el malestar de ciudadanos que se resisten a aceptar que las motos transiten –como si nada– por los andenes de la carrera 46, entre las calles 48 y 55, por ejemplo, o por el sector del centro comercial Metrocentro, como se lo expresaron a EL HERALDO. Tienen toda la razón. No se puede normalizar que los motociclistas se suban a los puentes peatonales para cambiar de sentido, que los vehículos se desplacen por las ciclorrutas del Malecón o que los domiciliarios en bicicletas, buena parte de ellas con motor, circulando a toda velocidad, se pongan de ruana las aceras de la ciudad.

Cada vez que quebrantan normas que han tomado años construir en un ejercicio democrático para garantizar derechos y deberes ciudadanos le envían un pernicioso mensaje al conjunto de la sociedad, en particular a las nuevas generaciones. Es como si les dijeran: ¡Adelante, no existe autoridad ni regulación alguna que les impida repetir esta conducta! Más bien, como saben que nadie les pondrá un tatequieto se sienten validados para seguir causando intranquilidad y miedo.

Vivimos en una jungla de confusión en términos de movilidad que precisa de salidas satisfactorias que faciliten fomentar respeto entre los actores viales, construir cultura ciudadana y recuperar sentido común. La realidad demuestra que se han perdido cuando a diario somos testigos de automotores, entre estos buses y camionetas de alto cilindraje, transitando por vías sin apenas Dios ni ley, ciclistas tratando de mantenerse seguros debido a que no existen ciclorrutas para ellos, motociclistas y bicimotos, en gran proporción de domiciliarios que usan estos vehículos para trabajar, exponiendo sus vidas y las de los demás en su afán de conseguir el sustento diario, y peatones que pese a sus insistentes quejas se sienten no solo desatendidos, sino abandonados.

La Secretaría de Tránsito y Seguridad Vial de Barranquilla, al igual que sus entidades homólogas en el resto del departamento, tienen por delante retos como tareas pendientes que les exigen desplegar al máximo sus competencias con sentido de urgencia. Una de ellas es construir la infraestructura necesaria para que todos los ciudadanos cuenten con espacios seguros. Eso es igualdad social.

También, entender que deben articular las dinámicas propias de los actores viales que convergen en el espacio urbano para responder a sus necesidades con políticas públicas que aseguren sus derechos, pero que de la misma manera les exijan cumplir sus deberes. Sus acciones orientadas a sensibilizar a los usuarios sobre buenas prácticas o comportamientos seguros deben proyectarse hacia lo compartido. Hacen falta nuevos procesos de aprendizaje, comprensión a su naturaleza social, pero también firmeza ante sus reiterativos abusos. De lo contrario, la convivencia pacífica en las vías seguirá deteriorándose con celeridad. Invadir el espacio público no es negociable, porque se trata de un bien que nos pertenece a todos como un signo inequívoco de civilización.