Las alertas lanzadas por el Ideam y la Ungrd sobre la excepcional temporada de huracanes que se inicia este 1 de junio exigen urgencia y compromiso. No hay margen para quedarse de brazos cruzados porque como confirmó el director de la entidad de gestión del riesgo de desastres, Carlos Carrillo, la región Caribe –por su cercanía con las costas- será la más afectada por las eventuales consecuencias que se deriven del paso de estos fenómenos que irán hasta noviembre.
Como históricamente ha sucedido, el archipiélago de San Andrés y Providencia y La Guajira -por su ubicación- son los territorios más expuestos del país, de manera que serían los primeros en soportar el embate de lluvias intensas, fuertes vientos, inundaciones, movimientos en masa u otros eventos que se prevén durante el periodo que se avecina. Sin embargo, es evidente que no serán los únicos. En el listado de zonas en riesgo también aparecen los departamentos de Magdalena, Sucre, Córdoba y Atlántico, donde sus autoridades deben tener en cuenta la voz de alarma de la institucionalidad ambiental para acelerar su preparación.
Nada debería quedar al azar cuando es imprescindible actuar de forma oportuna, también articulada y efectiva, para prevenir tragedias. En esa dirección, se hace urgente garantizarles a las comunidades más vulnerables una respuesta integral que atienda la prioridad de salvar vidas.
Que no se pierda de vista, ni por un segundo, que afrontamos una temporada que, de acuerdo con todos los pronósticos, en especial el de la Oficina de Administración Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos (NOAA), se anticipa “extraordinaria”, a tal punto de que existe un 85 % de probabilidad de que sea mucho más fuerte que el promedio histórico. Y es así por varias razones.
La primera, el gran número de tormentas, además de intensas, que se desarrollarán en las próximas semanas en el Océano Atlántico, uno de los más altos que se recuerde. Se estima que serían entre 17 y 25, de las cuales entre 8 y 13 podrían convertirse en huracanes. Y aún peor, la mitad de estas alcanzaría la categoría 3 o más, es decir, sus vientos superarían la devastadora velocidad de 178 kilómetros por hora. Y para que no queden dudas acerca de la excepcionalidad de la actual temporada, basta recordar que en el 2023 fueron solo 14 tormentas las registradas.
La segunda, el triple fenómeno climático que se nos viene encima y que, sin ninguna duda, podría agravar una situación de por sí extremadamente compleja. De agosto a octubre, al menos, a las lluvias torrenciales del habitual periodo de invierno, habrá que sumarles las del fenómeno de La Niña –que las potenciará- y, adicionalmente, las que provoquen el paso de los ciclones tropicales.
Ciertamente, es un contexto inusual de tres meses con climas calientes, un Océano Atlántico –donde se está gestando ‘La Niña’- con anomalías térmicas y un exceso de energía ciclónica, como advierte el Ideam, que retrata un panorama abrumador, por decir lo menos, ante el que nadie debería hacerse el loco ni mirar hacia otro lado. Más que irresponsable, eso sería malévolo.
Este escenario crítico augura auténticas catástrofes si los comités municipales y departamentales para la gestión del riesgo no se toman en serio el llamado de los expertos de Minambiente, el Ideam o la Ungrd, que insisten en que Colombia vivirá una temporada de huracanes que “romperá récords” o será “sin precedentes”. Si estos parámetros de gravedad que convocan a una movilización nacional, en particular en el Caribe, no son para alarmarse, ¿qué otra cosa lo sería? La vulnerabilidad del archipiélago, como lo demostró la arremetida de Iota en 2020, es dramática. En palabras de Carrillo, “hay mucho por hacer”: construir más refugios, hacer más seguros los que existen y retirar 60 mil toneladas de escombros de la reconstrucción.
Es desolador que en nuestro escalafón de preocupaciones, la crisis de seguridad, los escándalos de corrupción, el progresivo colapso del sistema de salud, los desvaríos políticos o los enfrentamientos institucionales, que soportan a diario los ciudadanos, muy a su pesar, les desvíe la atención de lo verdaderamente importante: el alistamiento para la temporada de huracanes y anexos, de la que difícilmente nos libraremos.
Estamos en las manos de la Ungrd, tristemente degradada a un cartel de corrupción, sacudida en su interior por los efectos de un potente huracán categoría 5, herencia de Olmedo y Pinilla. La desconfianza en su gestión es proporcional a los desafueros que estos cometieron. Pese a las buenas intenciones de su actual dirección, se les echa el tiempo encima, los frentes a intervenir se multiplican y no parece que esté lista. El que todavía no sabe rezar, que aprenda cuanto antes.