Dice el presidente Gustavo Petro que él nunca ha hablado de asamblea nacional constituyente. No es cierto. La verdad es que desde que lanzó la propuesta en marzo durante un acto popular celebrado en Cali no ha dejado de hacerlo, tampoco sus alfiles más cercanos, tanto del Ejecutivo como del Congreso, que incluso han puesto sobre la mesa diversas fórmulas legales o extralegales para hacer posible una iniciativa que en la actualidad no cuenta con viabilidad jurídica ni política.

En ese momento, en el fragor del discurso, con el telón de fondo del inminente naufragio de su reforma a la salud en el Legislativo, el mandatario aseguró que si un Gobierno elegido popularmente no podía aplicar la Constitución porque lo rodeaban para impedírselo y las instituciones no eran “capaces de estar a la altura de las reformas”, pues Colombia, dijo, “tiene que ir a una asamblea nacional constituyente”. De ahí saltó a un eventual referendo constitucional para validar sus iniciativas en el Congreso y, más recientemente, acarició la idea de usar el acuerdo de paz firmado con las Farc en 2016 para convocar a la constituyente.

Es evidente que el jefe de Estado ha intentado construir un relato de normalidad de su propuesta, a la que políticos, como el excanciller Álvaro Leyva, o juristas, en el caso del ex fiscal general Eduardo Montealegre, confían en poder materializar vía decreto, saltándose los infranqueables diques de la institucionalidad, lo cual resulta claramente antidemocrático. No es entrando por la puerta de atrás como Petro sacará adelante su ambiciosa agenda reformista o pasará a la historia como el Gobierno que logró solventar las necesidades más acuciantes de los menos favorecidos.

La deriva en la que ha caído la propuesta presidencial radica en que se sitúa cada vez más alejada de la realidad. De hecho, nació renqueante, por no decir que muerta, debido a que el Ejecutivo –como ha quedado demostrado con las estancadas reformas- no cuenta con mayorías en el Congreso, su única vía constitucional, para hacerla viable. Justamente, por eso el mandatario, bloqueado como estima que lo tienen los legisladores y, en general, el poder político que no controla, con el que se ha trenzado por cierto en agrias disputas, decide apostar por la vía del poder constituyente como hoja de ruta para legitimar la figura de la asamblea, a como dé lugar.

Al abrir esa tan arriesgada como ilimitada caja de Pandora, al presidente se le empiezan a colar, vaya a saber si por los laditos o con conocimiento de causa, ideas que se aproximan a designios totalitarios. Una de ellas, la de la senadora Isabel Zuleta, quien afirmó “de frente” hace unos días que el Pacto Histórico, partido de Gobierno, está promoviendo la reelección de Petro. Anuncio al que el propio mandatario reaccionó, señalando que “no le interesa para nada reelegirse”, en tanto el ministro Luis Fernando Velasco, lo rechazó de plano, indicando que era antidemocrático.

Casi en ese mismo sentido, los expresidentes en un inusual coro, aparcando sus viejas rencillas políticas, se pronunciaron en una sola voz para oponerse al escenario de una constituyente, vía acuerdo de paz con las Farc. Forzar las costuras de este pacto, de la Constitución, del mismo Estado de derecho, erosionando el funcionamiento de los poderes públicos para favorecer intereses particulares de poder rompería aún más la frágil convivencia que las instituciones hoy se esfuerzan en mantener. La estabilidad o solidez de los contrapesos existentes en nuestra normatividad jurídica siempre será garantía del imprescindible blindaje demandado por los ciudadanos ante eventuales abusos de poder alentados por el consabido regateo de la política.

Son tantos los dimes y diretes alrededor de la asamblea nacional constituyente de Petro, casi todos en sentido contrario a lo que pretende su Gobierno, por falta de definiciones claras, tanto en la forma como en el fondo, que algunos la catalogan de cortina de humo, comodín o globo, dependiendo del uso que le dé el presidente o sus colaboradores a su nueva bandera, para modelar el estado de la opinión pública. Caemos en su juego, mientras se difuminan las crisis sin resolverse.

Colombia aún recuerda el histórico proceso para cambiar la anquilosada constitución de 1886. El momento del país era otro, totalmente distinto al actual. La de 1991 conserva plena vigencia. Haría falta enfocarse en lo fundamental para potenciar libertades, derechos, con las normas e instituciones de las que disponemos en vez de apostar por una regresión democrática, acudiendo a maniobras inciertas, que no se sabe bien qué buscan o a qué responden, y que nos podrían hacer caer cuesta abajo, con un costo inimaginable. Así que deber y responsabilidad, presidente.