Luz Mary Hincapié, de 49 años, Natalia Vásquez, de 31, y Steffany Barranco, de 32, son las más recientes víctimas de feminicidio en Colombia. Su historial de violencias de género e inclusive de incomprensible e indignante indefensión tras solicitar protección al Estado, en al menos uno de los casos, retratan la extrema vulnerabilidad de miles de mujeres en riesgo que no saben cómo encontrar vías de escape institucional a las sentencias de muerte proferidas por sus agresores.

Casi siempre, de sus parejas o exparejas que las intimidan, acosan, persiguen o someten a vejámenes hasta asesinarlas: el más atroz de los delitos contra las mujeres, al que se le conoce como feminicidio íntimo. 450 de ellos se cometieron en 2023, según algunos registros, la Procuraduría General, por su parte, reportó 525, mientras que la Fundación Paz y Reconciliación, Pares, 630. Lamentablemente, las cifras varían porque las fuentes de información no se encuentran consolidadas o depuradas, un reflejo más de la dispersión de esfuerzos para enfrentar esta lacra social, elevada por el Gobierno a la categoría de “emergencia por violencias basadas en género”, en mayo de 2023.

La verdad es que no lo parece. Nada ha cambiado desde entonces: ni las violencias de género se han reducido, ni las medidas preventivas, de atención o protección a las víctimas son ahora más efectivas o expeditas, ni la deuda judicial con las fallecidas o con sus hijos huérfanos se ha saldado. En Colombia matan a una mujer por el simple hecho de serlo cada 18 horas. En 2024, el Ministerio Público registra hasta el 30 de mayo 90 de estos crímenes, 8 de ellos en el Atlántico, el cuarto departamento con más feminicidios a nivel nacional, tras Antioquia, Valle y Santander.

Es erróneo pensar que se trata únicamente de estadísticas, en todo caso escandalosas que corroboran la vergonzosa derrota de nuestra sociedad en la defensa de la vida y la dignidad de las mujeres. Detrás de los delitos sexuales, de la violencia intrafamiliar o de tantos hechos criminales que se ensañan contra ellas, inclusive desde que son apenas unas niñas, existe una histórica inequidad, una desigualdad estructural o un sistema de dominio en las relaciones entre mujeres y hombres, sobre todo en el interior de las familias.

Por distintos motivos, generalmente asociados a patrones machistas de crianza o de formación, una parte de ellos suele deshumanizar, cosificar o convertir en su patrimonio personal o posesión a las mujeres de su entorno, vulnerando sus derechos y libertades a su antojo, sometiéndolas a sanciones o castigos, cuando estas –a las que consideran inferiores- deciden rebelarse a su poder. Es tan ínfimo el valor que les dan que poco o nada les importa maltratarlas, agredirlas, dañarlas o acabar con sus vidas o las de sus propios hijos. No es normal que esto pase, sin duda, no lo es.

¿En qué ponemos el foco cuando se habla de prevenir las violencias de género, entre ellas su peor expresión, el feminicidio? Es incontestable que al Estado, porque esta tragedia colectiva supera a un gobierno tras otro, irremediablemente le ha quedado grande proteger a las mujeres, cuando no evitar que las maten, a pesar de que muchas de ellas solicitaron a las instituciones garantías para salvaguardar sus vidas. Por montones se cuentan penosos episodios que revelan el fracaso de un sistema que cada cierto tiempo se reestructura para renovar rutas de protección, modelos de atención para las víctimas o normas legales para perseguir el delito, autónomo desde 2015 con la Ley Rosa Elvira Cely. Es buena noticia que los feminicidas no tendrán ningún beneficio jurídico, tras la sanción de la ley que endurece su tratamiento penal, pero aún es insuficiente.

Si el Estado no existe, no articula las acciones de sus entidades que parecen ruedas sueltas a la hora de generar alertas tempranas, si no fortalece el acceso de las mujeres socialmente más frágiles y discriminadas a un primer nivel básico, como las comisarías de familia -donde tantas veces se les revictimiza-, si no envía señales claras de que la impunidad no es la norma ante la violencia de género, en particular en los casos de feminicidios, de los que solo el 30 % va a juicio, la perspectiva no cambiará. Y, todavía peor, seguirá encallando en su obligación de salvar vidas.

Ahora bien, ninguna política pública será completa ni acertada si no se incorpora una estrategia institucional para erradicar el patriarcado que se resiste a desaparecer, pese a los avances conquistados por las mujeres. Urgen cambios sociales que aseguren equidad, formación socioafectiva y educación con perspectiva de género. Es inaceptable normalizar la violencia machista, este no es un tema privado o de pareja, sino un asunto público, político, si cabe, que exige una visibilidad al más alto nivel para repudiar el horror y hacer de él una prioridad nacional.