La prensa internacional retrató esta semana la imagen de un hombre que recobró su anhelada libertad luego de más de una década enfrentando a la justicia, en un caso que le dio la vuelta al mundo e involucró a varios países en un escenario digital en el que la legislación se quedó corta y que, a 2024, todavía deja más vacíos que certezas.
Julián Assange regresó a su natal Australia para reunirse con su familia tras declararse culpable de violar la Ley de Espionaje de Estados Unidos, frente a una corte federal de Saipán, capital de las Islas Marianas del Norte, un territorio en el Pacífico Sur. Su salida se da en medio de un acuerdo con el Gobierno estadounidense que deja un sabor agridulce en la comunidad global.
En su testimonio, que pudo volver a presentar esta semana, el fundador de WikiLeaks le recordó al tribunal que cuando publicó los archivos clasificados en 2010 era periodista y en su momento creyó, ciegamente, que estaría protegido por la Primera Enmienda de la Constitución, que cobija la libertad de prensa. Sin embargo, para su caso, y por la gravedad de los cargos que recayeron sobre él, por primera vez la Carta Magna no pesó para el “mejor oficio del mundo”, como lo describió el mismo García Márquez.
Su declaratoria de culpabilidad, que todavía deja muchas preguntas, sienta para muchos analistas un precedente para la libertad de expresión y para la prensa en general, pues no son pocos los que se cuestionan ¿cuál es el precio que ha debido pagar Assange y qué se espera para quienes ejercen la profesión de investigar? ¿Cuándo el trabajo de un periodista deja de tener protección constitucional y pasa a ser juzgado como el de un criminal? ¿Qué nuevas regulaciones se han establecido para que los derechos de un profesional de la investigación sean salvaguardados por encima de los intereses de los gobiernos?
En ese sentido, el camino fue tanto tortuoso como desesperanzador para Assange en muchos momentos, pues los avances de su caso eran casi que nulos. Tan solo el recuento que hizo a medios internacionales Aitor Martínez, del equipo legal del australiano, estremece: desde su detención en 2010 pasó por prisión provisional, un arresto domiciliario en Norfolk con una tobillera de geolocalización, una situación infrahumana por casi siete años dentro de la Embajada de Ecuador en Londres, y, por último, un durísimo régimen penitenciario en la prisión británica de máxima seguridad de Belmarsh, conocida como la Guantánamo británica.
Lo anterior por supuesto derivó en denuncias sobre el deterioro de su estado de salud, que en varias ocasiones pasó por notorios bajones, tanto así que el Relator de la ONU contra la Tortura emitió en su momento informes contundentes, tras visitarlo con médicos especializados en tortura, alertando sobre su delicada situación y la urgencia de un manejo diferente del caso, pues casi que Assange pagó su condena en las paredes donde le dieron asilo y posteriormente en la cárcel.
Pero en otro frente de su batalla está el planteamiento de que la libertad de prensa aún no es un derecho consagrado en el mundo, sino que es necesario seguir peleando y luchando para garantizarlo, todavía más cuando es susceptible a leyes como la de espionaje establecida en 1917 en el país norteamericano, en medio de un contexto de guerra totalmente diferente al que a la década de los 2000 vivía Estados Unidos, cuando Assange vivió su primera batalla jurídica.
Es por ello que la defensa del programador y activista indicó que para mitigar el impacto de estos años Stella Assange, su esposa, buscaría clamar por un indulto que, aunque no repara los daños causados tanto a su compañero como a la libertad de prensa, sí podría evitar que se abra una senda para que cualquier periodista de investigación a nivel internacional termine en la cárcel o sea considerado un criminal en el ejercicio de su labor que consiste, nada más y nada menos, en informar de manera veraz y transparente a la sociedad, aun cuando su voz incomode. En ese sentido, el clamor por una justa resolución del caso, que debió haberse dado hace muchos años, se intensifica en un momento en que el periodismo pareciera volverse frágil ante el poder, lo que no es más que un síntoma de la socavación de la democracia y de sus principios fundamentales.