Se avecinan decisiones difíciles en el sector del gas natural colombiano durante los próximos meses. La escasez de las reservas probadas, advertida con insistencia por este gremio en los últimos dos años, no solo pondrá en riesgo la autosuficiencia de nuestro país en el corto plazo. También disparará el valor que pagamos los ciudadanos por este servicio público esencial, que en la actualidad cuenta con más de 36 millones de usuarios, en total unos 12 millones de hogares.

El irreversible decrecimiento de la producción de gas que registran los yacimientos nacionales ha obligado a los actores del sector a repensar sus fuentes de abastecimiento para cubrir la demanda de hogares e industrias a partir de 2025, cuando el déficit proyectado es del 7,5 %, mientras que en 2026 alcanzará el 16 %. Conviene no improvisar, cuidarse de hacerlo, pese a la premura que impone el inminente vencimiento de los contratos de gas importado, principal apuesta del Gobierno para asegurar el suministro, según el presidente de Ecopetrol, Ricardo Roa.

Importar cargamentos de gas natural licuado del exterior para ser procesados en el terminal de regasificación de Cartagena, de uso exclusivo para las térmicas, lo que requeriría adecuar infraestructura y regulación; instalar una planta flotante en La Guajira, iniciativa de la estatal petrolera, o traerlo en cilindros grandes, como también estima Naturgas, son alternativas razonables, incluso viables, para conjurar la escasez. De eso no cabe duda. El Gobierno sabe que está en la obligación de garantizar la seguridad energética del país. El quid del asunto radica en que cualquiera que sea la fórmula a ejecutar, el costo a pagar será mucho más elevado que el actual.

La razón es simple, no tiene ciencia: el precio del gas importado, de acuerdo con el análisis que expertos hacen del mercado energético, dobla o triplica lo que cuesta producir gas en Colombia. A decir verdad, no tenemos muchas más opciones, de manera que importar parece ser la solución más expedita para solventar una crisis cantada que no fue atendida con la celeridad requerida.

Ahora es tarde, nos encontramos transitando un camino sin retorno que exigirá grandes sacrificios, en particular de los hogares, a los que la factura les podría subir al menos un 28 %, como pronostica el Centro de Estudios Regionales en Energía (CREE). La sentencia de su director, el ex ministro de Minas Tomas González, es tan perentoria como patente: “Se acabó el gas barato”.

Si a los usuarios, en particular a los más vulnerables, el solo anuncio del aumento del precio del gas, valorado como el servicio público más barato, y en la región Caribe damos fe de ello, les genera auténtica preocupación por el impacto que tendrá en su frágil economía familiar, comercio e industria están pegados al techo. Quedarse sin el servicio no es posible ni realista, en consecuencia asumen que un aumento en el valor de la factura elevará sus costes, afectando su competitividad, a tal punto que no descartan que muchas grandes empresas huyan despavoridas.

En el mediano plazo, tampoco aparecen posibilidades fiables. La impredecible tormenta política en la que se abate Venezuela por la crisis derivada del fraude en las presidenciales abre un abismo entre la ambición del Gobierno de importar gas del vecino país y su concreción. Con sanciones reimpuestas, sin gasoducto operativo ni certeza de lo que sucederá con el régimen, el acuerdo con Pdvsa entró al congelador. Si la esperanza de asegurar un suministro interno fiable estaba en la producción de gas en el mar Caribe, en los yacimientos de aguas profundas, aún se demora, al menos hasta 2029, dos años más tarde de lo previsto. Además, sacarlo no solo será costoso, también construir nueva infraestructura de transporte. Al final, los usuarios pagaremos por ello.

En un momento de urgencia, encaramos un conflicto entre tiempos y costos alrededor del gas, de modo que valdría la pena preguntarse cómo llegamos hasta aquí. Si bien es cierto que el sector arrastraba un déficit en sus reservas de tiempo atrás, la política pública del actual Ejecutivo, su inflexible decisión de no firmar nuevos contratos de exploración, la caída en la perforación de pozos y la dilación en la expedición de licencias o normas regulatorias ha erosionado el interés de inversionistas en un sector determinante para la transición energética.

El Gobierno se aferra a una contradicción que él mismo ha alentado. Bastaría con que entendiera, con más pragmatismo y menos ideología, que se puede enarbolar la irrenunciable bandera de la acción climática, actuando con coherente responsabilidad para atender las necesidades energéticas de la gente sin lesionar la fiabilidad del gas natural ni renunciar a su autosuficiencia.