Las tensiones se elevan en Oriente Medio y Próximo con los recientes asesinatos de dos altos dirigentes de Hezbolá y Hamás, en ofensivas que, más que acabar con cabezas de estructuras, tocaron fibras sensibles de ambos grupos, en un momento en que la sombra de la guerra se posa sobre la región, afligida por años de conflicto y sin una salida tangible.

El primer ataque ocurrió el pasado 30 de agosto, cuando las fuerzas israelíes anunciaron haber asesinado en un bombardeo al jefe militar chií de Hezbolá, Fuad Shukur, en Beirut, capital de Líbano. Según se conoció, su cadáver fue hallado al día siguiente en horas de la noche. Israel lo señalaba de ser el cerebro de un ataque mortal en los Altos del Golán en el que fallecieron 12 niños.

Shukur, también conocido como Sayved Mohsen, era la mano derecha de Hasán Nasralá, líder de la organización terrorista, y cerebro en operaciones de alto nivel, según reconoció el mismo portavoz militar israelí Daniel Hagari. También era el máximo comandante militar y jefe de inteligencia de mayor rango de Hezbolá.

El segundo, perpetrado un día después en Teherán, fue el de Ismail Haniyeh, tradicional líder político que en repetidas ocasiones había sido declarado objetivo tras el ataque del 7 de octubre contra Israel, en el que murieron 1.200 personas. Con su muerte se da un golpe a la dirección política de Hamás, que era la fuerza más moderada dentro del movimiento, además de que fue un actor fundamental en las negociaciones de alto el fuego junto a Catar, Egipto y Estados Unidos.

Además, el asesinato de Haniyeh ha puesto en jaque las conversaciones para una tregua en Gaza, ya que los islamistas palestinos han expresado su rechazo a retomar el diálogo y los mediadores han denunciado que este tipo de acciones imposibilitan generar confianza entre las partes involucradas.

Irán, que ha rodeado el conflicto en cabeza de su líder supremo, el ayatolá Ali Jamenei, amenazó a Israel con un “castigo severo” mientras el líder de Hezbolá, Hasan Nasrallah, habló de una “respuesta inevitable”, todas palabras mayores, más si se tiene en cuenta de quiénes provienen. También los rebeldes hutíes de Yemen prometieron venganza y atacar al Estado judío, al que le atribuyen el hecho.

Por supuesto los llamados a dejar de lado la “lógica de las represalias” deben llegar de todas partes, pues una escalada militar de dicha magnitud repercutirá directamente en varias regiones de Europa y Asia, así como estimados coletazos a Occidente, con EE. UU. como principal objetivo por su rol en el conflicto.

Desde Francia, en cabeza de Emmanuel Macron, hasta Jordania, con el rey Abdalá II, han pedido “máxima moderación y responsabilidad para garantizar la seguridad de la población”. Así mismo, los ministros de Exteriores del G7 –integrado por Italia, Estados Unidos, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Canadá y Japón– invitaron “a las partes interesadas a desistir de cualquier iniciativa que pueda obstaculizar el camino del diálogo y la moderación y favorecer una nueva escalada”. Aunque todos saben que no es suficiente.

Por ello, se hacen necesarias más voces para mediar, incluso la del mismo papa Francisco, quien instó al diálogo para que no se extienda el conflicto y afirmó que “los ataques dirigidos y los asesinatos nunca serán una solución”, en un llamamiento durante el rezo del ángelus en la plaza de San Pedro. “¡Basta hermanos y hermanas, no sofoquéis la palabra del Dios de la Paz, dejad que esta sea el fruto de la Tierra Santa, de Oriente Medio y del mundo entero. La guerra es siempre una derrota”, clamó el sumo pontífice.

La máxima, evitar que los más de 10 meses de intercambio de ataques entre Israel y Hezbolá, con el conflicto en Gaza de telón de fondo, escalen a una guerra abierta, como la que se atisba, pues ya los ciudadanos, todos en medio de la encrucijada, no aguantan más violencia en su Tierra Santa. En esa misma línea, hay que propender por proteger el papel de países como Egipto y Catar, cuya labor de tender puentes resulta sosegada y distensionante en medio de la crisis.