En medio de la tormenta que ha restado credibilidad a su estrategia de paz total, el Gobierno se lanza un salvavidas anunciando la instalación de dos nuevas mesas de diálogo que categoriza como “espacios sociojurídicos”, con grupos armados ilegales con gran presencia en la región Caribe. Hablamos del Clan del Golfo, autodenominado Ejército Gaitanista de Colombia (EGC) y las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada (ACSN), también conocidas como los Pachenca.

Más allá de las dudas sobre la real voluntad de paz del Eln y de las disidencias de Farc, de los cuestionamientos por la fallida metodología del Gobierno para el desarrollo de su paz total, y, en especial, por la ausencia de resultados creíbles en los territorios, estas negociaciones -que en la actualidad penden de un hilo- han tenido como fundamento común el carácter político que el Ejecutivo les reconoció desde el inicio. En el caso de las conversaciones con las estructuras herederas del paramilitarismo la apuesta será distinta, se intentará “fijar los términos de un sometimiento a la justicia”, según lo señalado en las resoluciones oficiales hasta ahora conocidas.

A partir de ahí todo podría enredarse. De manera enfática, cada una de estas organizaciones ha expresado públicamente su decisión de vincularse a un proceso de negociación política que ponga fin a su vinculación al conflicto. En consecuencia, el escenario de un sometimiento colectivo, incluso bajo condiciones que sean ‘favorables’ a sus intereses no es su punto de partida. El Gobierno debe tomar la iniciativa para conducir el diálogo con realismo, definiendo el tipo de proceso, contenido de la agenda y marcando tiempos y líneas rojas, desde el principio.

Si en el mejor de los mundos, las delegaciones alcanzan consensos preliminares en su fase exploratoria de acercamientos para concretar los términos del proceso, el siguiente reto parece aún más complejo de resolver. Hace falta un marco jurídico que le dé piso legal al sometimiento a la justicia de estos grupos dedicados a actividades ilícitas, desde narcotráfico hasta minería ilegal, pasando por sicariato o extorsión, que ha dicho la Corte Constitucional es competencia exclusiva del Congreso, pero frente al particular no existe avance alguno. Otra demostración de falta de coherencia o coordinación del Gobierno, en cabeza del comisionado de Paz, Otty Patiño.

Frente a la espinosa cuestión de los ceses al fuego bilaterales que el Ejecutivo decretó en el arranque de las negociaciones con grupos criminales, convendría que se tuvieran en cuenta las lecciones que este engañoso sostén de la paz total ha dejado. A una sola voz, sectores del país, inclusive próximos al petrismo, coinciden en que esa confusa concesión facilitó la rápida expansión territorial, el aumento del poderío militar, la diversificación de sus economías ilícitas, además de un mayor control social y financiero de las disidencias, que en el último año aumentaron su presencia geográfica en un 30 % en el país, mientras que el Eln lo hizo en un 22 %, indicó la FIP.

Sin mínimas garantías de seguridad en los territorios, la promesa de la paz total es irrealizable. No solo porque la Fuerza Pública no puede ni debe renunciar a su misión constitucional de proteger a los ciudadanos, dejándolos a merced de las disputas entre ilegales en zonas de conflicto, también porque, como ha sido evidente por el deterioro de la seguridad urbana y rural, no existe certeza de que los integrantes de los grupos armados cumplan en el terreno lo que sus negociadores acuerdan en la mesa de diálogo. En ello, el Gobierno no debe seguir equivocándose si es que quiere dejar de ser un convidado de piedra en la acelerada pérdida del control territorial.

Es incuestionable la influencia en todos los ámbitos imaginables del Clan del Golfo y su holding criminal en el Bajo Cauca, el Urabá antioqueño y el sur de Córdoba, desde donde se han ido extendiendo a 16 departamentos del país. Similar ascendencia ejercen los conquistadores en la Sierra Nevada de Santa Marta y el área de la Troncal del Caribe, en Magdalena, Cesar y La Guajira.

No hace falta que nos definan con precisión quirúrgica de lo que son capaces. Salta a la vista. Lo imprescindible es que se determine con claridad el alcance del segundo tiempo que el Gobierno Petro quiere darle a estas bandas criminales en su paz total. Sabemos de sobra que, para bien o para mal, lo que allí suceda condicionará la vida de comunidades sometidas durante décadas a formas de violencia por quienes ahora dicen abrazar la paz con justicia. Válido, pero costará mucho buscarle la comba al palo hasta refrendar una negociación sin certidumbres, más bien con temores de que buscarán ganar tiempo para reforzar su control absolutista o casi cogobierno en territorios sin dios ni ley, donde la ausencia del Estado los ha convertido en sus dueños y señores.