J aime Garzón sabía que lo iban a matar. El contubernio criminal que sentenció su asesinato lo convirtió en el blanco perfecto de su odio, también de sus temores, porque él encarnaba todo lo que ellos jamás podrían llegar a ser: una figura contestataria, poseedora de un pensamiento reflexivo, capaz de profesar con excepcional talento tanto la sátira mordaz como la rebeldía consciente o el incisivo cuestionamiento a nuestro irresoluble status quo que lo situó en la mira.
Su criticismo e irreverencia constantes, producto de un inconformismo políticamente responsable lo convirtieron en un líder social comprometido e inquebrantable, de generosidad sin límites, con un espíritu festivo que se oponía a la violencia, a la guerra, a la muerte. Sí, Jaime Garzón era un ser rabiosamente vital que esparcía risas por doquier, mientras espetaba incómodas verdades en la cara de los poderosos. Parecía que el miedo no hubiera nacido con él.
Pero Jaime, aunque se mostrara como un animal de galaxia, sí era de este mundo y su comprensible angustia aumentaba tras cada nueva amenaza. La semana que su crimen debía ejecutarse estuvo ausente de sus compromisos laborales porque se dedicó a tratar de conjurar la condena a muerte que el entramado de altos funcionarios del Estado, miembros de la Fuerza Pública, paramilitares y narcotraficantes había dictaminado por sus supuestos nexos subversivos.
Dispuesto a todo, al fin de cuentas era su vida la que estaba en juego, acarició la idea de alquilar un avión para viajar a Córdoba y hablar de frente con Carlos Castaño, jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), quien había dado la orden de matarlo, instigado por su ideólogo, el ex subdirector del DAS, José Miguel Narváez, a la postre, único condenado vivo por este crimen.
Finalmente no llegó a hacerlo, porque luego de entrevistarse con uno de los lugartenientes de Castaño, Ángel Custodio Gaitán Mahecha, preso en la cárcel Modelo de Bogotá, habría recibido su palabra, la del máximo comandante paramilitar, de que la orden sería reversada. No fue así. Luego de esa conversación, que si la memoria no me falla ocurrió en la mañana del jueves 12 de agosto de 1999, Jaime Garzón fue baleado por sicarios en moto que lo interceptaron mientras se desplazaba en su camioneta hacia la emisora Radionet, en la zona de Quinta Paredes, en Bogotá.
Esto no me lo han contado ni lo leí en un libro. Por azares de la vida, un día antes de su asesinato coincidimos en la sede de Noticias Caracol donde ambos laborábamos. Fuimos a almorzar a un restaurante italiano que quedaba en la zona del Park Way, a la vuelta del canal. No paraba de hablar, bueno casi nunca dejaba de hacerlo, pero esta vez de lo que se ocupaba era de su propia muerte. O mejor aún, de la carrera contrarreloj en la que se había embarcado para que esta se frenara. Entre sonoras risas matizadas por gestos de preocupación, y sin dejar de lado su habitual ironía, decía que cuando los forenses de Medicina Legal auscultaran su cadáver lo encontrarían con el saco roto de siempre, los calzoncillos sucios y las uñas bien negras del mugre. Así era Jaime.
Se burlaba de sí mismo, relataba sus proyectos inmediatos, tenía tantos asuntos pendientes. Era evidente su empeño de restarle gravedad a lo que afrontaba, mientras algo en él se aferraba a la ilusión de que su sentencia de muerte hubiera sido suspendida por el verdugo arrepentido. No pasó. El asesinato se ejecutó como fue planeado. Ese día, no solo mataron a Jaime Garzón, también silenciaron la risa del pueblo. Como rara vez ocurre, el país enmudeció de dolor por el horror de lo absurdo, por la locura destructiva de los violentos que cobraron su tributo de sangre.
Lo más lamentable e indignante es que 25 años después de esta infamia, la impunidad siga amparando a sus responsables. Narváez está condenado, cierto, pero no ha pasado un solo día en la cárcel porque su pena la cumple en una guarnición militar, como denuncia Alfredo Garzón, hermano de Jaime. Carlos Castaño fue asesinado luego de ser condenado, al igual que otras piezas de la trama que urdió o ejecutó el asesinato declarado en 2016 delito de lesa humanidad.
Tantos años después, el Estado colombiano le sigue fallando a Jaime y deshonrando su memoria. No le bastó desviar la investigación o torpedearla, también a la justicia le ha faltado el valor para poner en la picota pública a todos los responsables. Ni perdón ni olvido. Principalmente, porque en el corazón de la bestia sigue intacto el yugo del mal profundo que tanto daño sigue haciendo.
Se me agotan las palabras. Había olvidado que Jaime apenas tenía 38 años cuando lo mataron. Quizás porque en ese entonces era demasiado joven para estimar el valor del tiempo, no había caído en la cuenta de que hace rato pasé por ahí e, incluso que he pasado la mitad de mi vida pensando en ese viernes tan triste, en el que pese a mi petición, Jaime madrugó para enfrentar su destino.