Gustavo Petro lo volvió a hacer. Indudablemente nos encontramos ante un caso perdido de irreflexión e intolerancia, pero no por ello dejaremos de insistir en lo inaceptable de su comportamiento que bajo ninguna circunstancia puede normalizarse, porque se trata de una postura inapropiada que vulnera los principios y valores defendidos en un Estado de derecho.

El pasado lunes, Petro firmó una directiva presidencial sin precedentes en América Latina, para fortalecer el ejercicio de la libertad de expresión y el respeto por la libertad de prensa que compromete a todos los servidores públicos de Colombia, incluido al propio jefe de Estado, a cumplirla. Acto seguido, este se dedicó a quebrantar una a una las directrices acordadas. En conclusión, las cruciales disposiciones elaboradas en consonancia con los estándares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) terminaron reducidas a papel mojado. Lamentable.

Su falta de coherencia, además de respeto con el trabajo que durante el último año y medio adelantó la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH (RELE), refleja el encono con el que Petro aborda su relación con la prensa. En su discurso cargado de hostilidad derrochó improperios contra medios de comunicación y periodistas, a los que estigmatizó, etiquetó con señalamientos injuriosos, acusó de estar “arrodillados al poder”, de ser dependientes del poder económico y cómplices del supuesto golpe que gesta el Consejo Nacional Electoral en su contra.

La puesta en escena de quien fungía como anfitrión en la Casa de Nariño resultó grotesca, pero sobre todo perjudicial para nuestra cultura democrática, porque el principal guardián de la directiva, como le había recordado el colombiano Pedro Vacca, quien está al frente de la relatoría de la CIDH, hizo todo lo que estuvo a su alcance para destrozarla. La que parecía una oportunidad propicia para recomponer una relación deteriorada por el uso y el abuso, al final se perdió puesto que el mandatario insistió con su habitual vacío argumental en cargarle a la prensa la culpa o responsabilidad de todos los males imaginables, para desacreditar o restarle solvencia a su labor.

Petro persevera en sus ataques contra la prensa que le sirven como válvula de escape para sus frustraciones personales o las del ejercicio de su cargo. Reestrena, cada vez, que puede sus relatos de siempre hasta encontrar ese adversario que le permite victimizarse, mientras da forma a otro capítulo de su cansino libreto del golpe blando, eso sí con nuevos actores, esta vez los magistrados del Consejo de Estado y del CNE, en tanto los periodistas solemos ser los de reparto.

Nada que lo cuestione o ponga en tela de juicio su escala de verdades, proceda incluso de las entidades que hacen parte de la arquitectura institucional del Estado que él preside, le parece legítimo ni creíble a Petro. De ahí la importancia de resguardar, a como dé lugar, nuestro sistema de pesos y contrapesos, garante inequívoco de la democracia. Como también lo es, así les cueste a muchos entenderlo, la libertad de expresión y la libertad de prensa. Lo demás es arbitrariedad.

Cierto que la información al servicio del poder es pura propaganda. Deformar la realidad o fabricar una a medida, elegir una única verdad, silenciar voces o manipular a la opinión pública son otras acciones, entre muchas, que atentan contra el carácter pluralista de todo sistema democrático. Los periodistas no somos bien valorados porque decimos verdades y esas no les gustan a la mayoría. Tampoco somos activistas, estamos para informar, no para afirmar puntos de vista de unos y otros. En otras palabras, incomodamos y, como todos, hacemos lo que podemos.

El presidente Petro reclama su derecho a la crítica para defenderse, como cualquier ciudadano. Olvida, sin embargo, que él no es uno común. Su posición de privilegio que le otorga un inconmensurable poder, a propósito de su obsesión con este tema, le obliga a una moderación proporcional. Es lo que se espera. No sucede así. Sus peligrosas arremetidas contra medios de comunicación y periodistas, coartada recurrente en sus discursos, nos exponen a situaciones de riesgo, acoso digital y otras formas de violencia. No es igual agredir que investigar ni atacar que denunciar. En esta crisis de confianza, se necesita un periodismo tan libre como responsable, al igual que un liderazgo político capaz de entender que sin libertad de prensa no existe democracia.