Pues no, no hubo acuerdo. Por si aún quedaban dudas sobre la tensa relación entre estos dos poderes el inédito hundimiento del Presupuesto General de la Nación para el 2025 las evaporó.
Gobierno y Congreso no alcanzaron una posición común sobre su monto. De hecho, la cifra en cuestión fue el principal detonante del desencuentro. Inamovible, el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, se plantó en $523 billones, mientras que parlamentarios de las comisiones económicas del Legislativo le insistían en que solo tramitarían una iniciativa por $511 billones.
Es un asunto de sostenibilidad fiscal. Parece demasiado técnico, pero no es tan diferente a lo que nos sucede en la vida diaria o en casa cuando gastamos más de lo que ganamos. Así de sencillo.
El Gobierno dice que tiene aseguradas las fuentes de financiación de los $511 billones. En consecuencia, le faltan $12 billones, que corresponden a ingresos contingentes. O lo que es lo mismo, a recursos que tiene que buscar, en este caso lo hará vía ley de financiamiento por esa cifra, que es realmente otra reforma tributaria, que ya radicó en el Congreso. Sin embargo, este le dejó claro, en vista de la ligereza o irresponsabilidad con la que ha manejado las cuentas estatales, incluido el recaudo y la baja ejecución de los ministerios, que en aras de avanzar sí o sí debía reducir el monto inicial.
Decisión sensata para no volver a incurrir en otro recorte a medio camino, como el que el Ministerio de Hacienda debió hacer este año por $20 billones para que le cuadrara el presupuesto de 2024. El año anterior el Ejecutivo hizo cuentas alegres con ingresos por casos en tribunales de arbitramiento y otras suertes de retribuciones que nunca se materializaron. Siendo conscientes de este desacierto, bastaba con ser pragmáticos ante la dureza de la situación fiscal del país –una crisis estructural en toda regla–, para concertar, pero el Ejecutivo se opuso. El tira y afloje duró dos meses y, al cabo de 14 reuniones, no alcanzaron un acuerdo, así que la iniciativa naufragó.
Al margen de lo anecdótico de este inusual hecho –nunca antes el Congreso había hundido un proyecto de presupuesto, situación que apremia al presidente de la República a emitirlo mediante decreto antes del 20 de octubre para asegurar el funcionamiento del Estado en la próxima vigencia–, la realidad es que el Congreso, en cabeza del senador barranquillero Efraín Cepeda le envió al país una señal de responsabilidad. Ejerció su función de garante del sistema de pesos y contrapesos del Estado Social de Derecho. Es la verdad, aunque no le guste a muchos.
Firmarle otro cheque en blanco al Gobierno aprobándole un segundo presupuesto sin garantías reales de financiación habría arrojado al Legislativo a un precipicio de descrédito. Y, de paso, habría hundido, aún más, al país en el farragoso terreno de la desconfianza e incertidumbre económica, que mantiene a la inversión en números rojos. Por el momento, las señales de reactivación son apenas perceptibles, también por la presión fiscal, como lo evidencia el débil recaudo tributario.
Esto no va de demagogia ni populismo, sino de asumir responsabilidades, aceptando las consecuencias de sus actos. En vez de desgastarse con tanta propaganda en defensa de sus dogmáticas o tozudas tesis, sin reflexión autocrítica, adjudicando todas las culpas a los otros, el Gobierno debería dejar de tratarnos como idiotas. ¿O es que creían que pasarían impunes o de agache al recortarle 77 % de su presupuesto, $2,6 billones, a la Registraduría y al CNE? Mayúsculo despropósito contra la democracia que el ministro del Interior tildó de error, pero que su colega de Hacienda ratificó en la plenaria. ¡Pónganse al menos de acuerdo para no hacer el ridículo!
Al escepticismo de congresistas por el incierto futuro de la ley de financiamiento, a causa de sus gravosos efectos en los bolsillos de hogares y empresas, asfixiados por la dura carga impositiva, toca añadirle la absoluta molestia de gobernadores por el tijeretazo del Gobierno a las inversiones en el presupuesto regionalizado. El recorte en Atlántico será de 32 %; en Córdoba, de 36 %; en Sucre, de 37 %, y en La Guajira, de 23 %. ¿Será que el presidente Petro, elegido en buena medida por los votos del Caribe, olvida de manera selectiva que somos la región más pobre del país? No en balde, algunas voces hablan de represalias del Ejecutivo y otras enmarcan la decisión en su política de recentralización para concentrar poder en detrimento de los territorios.
Hoy, a las puertas del decretazo de un presupuesto desfinanciado, que podría terminar en manos de la Corte Constitucional, el Gobierno debería intentar enderezar los renglones torcidos de su relación con los demás poderes. Uno de ellos, el Legislativo que se niega a ser notario de sus imposiciones. Sincerar las cuentas públicas para consensuar los pasos a seguir es un camino, apretándose el cinturón en vez de dedicarse a derrochar o a aumentar la burocracia. Hasta ahora, el ministro Cristo no ha podido rehacer los puentes quebrados ni construir nuevos. Lo del acuerdo nacional sigue siendo una quimera. Mientras, el tiempo pasa y los avances son escasos.