Si Colombia redujo, a corte de agosto, los homicidios, ¿por qué en el Atlántico, sobre todo en Barranquilla y su área metropolitana, no dejan de aumentar?

Durante los primeros ocho meses de 2024, el Ministerio de Defensa documentó 8.594 crímenes intencionales en el país, 315 menos que en el mismo lapso de 2023. De momento, la disminución nacional de 4 % rompe la tendencia alcista que se inició en 2021, pero en Barranquilla sucede todo lo contrario: el incremento de asesinatos alcanza el 26 %, comparado con el año anterior, y en el departamento llega al 11,7 %.

El asunto, para infortunio de la ciudadanía, no es de percepción, sino de realidad. Una bastante lamentable, por cierto, a juzgar por las alarmantes cifras que se conocen a diario, en particular tras cada fin de semana.

La arremetida de la criminalidad, a pesar de la puesta en marcha de nuevos planes o estrategias de las autoridades, tanto locales como del orden central, no remite.

A la espera de conocer los datos de septiembre, agosto pasó a la historia como uno de los meses más violentos de los que se tenga memoria en los reportes de criminalidad en Atlántico. 92 homicidios se cometieron en el departamento. Pésimo síntoma que corrobora la cruenta lucha entre actores del crimen organizado por la hegemonía territorial y el control de rentas ilícitas, narcotráfico, extorsión y robo de tierras. Viejos amigos reconvertidos en enemigos acérrimos.

Se están matando, de eso no tenemos dudas, pero mal harían las autoridades en relativizar o normalizar semejantes crímenes, como da la impresión en ocasiones.

Esta prolongada disputa ha causado un daño descomunal a la convivencia ciudadana, también a la confianza de la gente en sus entes de seguridad y justicia, tanto en Barranquilla y su área metropolitana, como en los municipios más distantes donde apenas se conocían hechos violentos, que será difícil de revertir.

Más allá de los esfuerzos de las autoridades administrativas, operativas –en especial, la Policía- y las de justicia que tratan de contener la desbordada expansión del crimen organizado en el departamento, es evidente que la seguridad de sus habitantes continúa seriamente amenazada.

Entre otras razones, por la irrupción de un actor armado que reclama su espacio.

El desembarco, posicionamiento y expansión del Clan del Golfo o Ejército Gaitanista de Colombia en el Atlántico, punto geoestratégico para el narcotráfico por su doble condición de puerto marítimo y fluvial, ha disparado el accionar criminal de las estructuras locales que se resisten a su control omnímodo.

Otro factor que erosiona la ofensiva contra las mafias es la puerta giratoria de la justicia. En cuestionadas decisiones de jueces, fichas claves de ‘los Costeños’ o del EGC, como ‘Inglaterra’ e ‘Italiano’, fueron cobijadas con casa por cárcel o dejadas en libertad por vencimiento de términos, errores procedimentales o falta de acervo probatorio.

Si bien es cierto que Policía y Fiscalía están en mora de articular mejor sus esfuerzos, sobre todo cuando se trata de objetivos de alto valor, la Comisión Nacional de Disciplina Judicial podría hacer mucho más para identificar y sancionar supuestas actuaciones por fuera de la ley de quienes deben dar ejemplo de probidad.

Semejante crisis de seguridad que se ha hecho crónica en el Atlántico, al igual que en otros puntos de la región, como Cartagena, también acosada por el sicariato y los ajustes de cuentas entre los criminales, pone en jaque la gobernabilidad de los territorios y la fortaleza de sus instituciones.

Es una paradoja, un verdadero sinsentido, advertir cómo los actores armados ilegales conforman sus alianzas criminales con pasmosa facilidad, mientras a los gobiernos, en sus distintos niveles, les cuesta concertar acciones o coordinar operaciones para enfrentar el desafío de los violentos.

Sin el liderazgo del nivel central, por más voluntad de sus autoridades, Barranquilla o Cartagena, solo por citar dos ejemplos, no pueden responder ni mucho menos someter al monstruo de mil cabezas que hoy nos gana la partida.

Urge liberarnos de retóricas para pasar a hechos efectivos. La ruta es clara: asfixiar al crimen organizado, reducir su influencia en sectores vulnerables, reforzar el alcance de la justicia y afectar sus finanzas. Una lucha para contener lo que luce fuera de control y prevenir que las dinámicas de la ilegalidad sigan mutando en el Atlántico, como hasta ahora.

Se demandan decisiones consensuadas con enfoque local y gran respaldo nacional en aras de recobrar la confianza de la ciudadanía en sus autoridades e instituciones y entre ellas mismas.