Al borde del abismo de una guerra regional en Medio Oriente, el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, reivindica su derecho de actuar en legítima defensa para proteger a los habitantes de su país y resguardar las fronteras. Su lógica de disuasión armada, sin límites ni contención de ninguna naturaleza, justificable para muchos, repudiada por otros, dentro y fuera de su nación, lo ha conducido a abrir durante el último año frentes simultáneos de confrontación directa en Gaza y Líbano, lanzando ataques selectivos e indiscriminados contra sus enemigos históricos, Hamás y Hezbolá, a los que ha jurado eliminar por completo, en reacción a sus agresiones.

El fuego que ha encendido, también avivado con persistente, minuciosa y brutal efectividad, dada su incontestable superioridad militar, arde en Gaza, Cisjordania, Beirut y zonas de frontera entre Líbano y Siria, donde son incesantes los bombardeos, al igual que el conteo de civiles asesinados.

El repudiable ataque masivo de Irán sobre territorio israelí con casi dos centenares de misiles balísticos, en retaliación por las operaciones contra sus aliados del Eje de la Resistencia, conformado por las milicias chiíes que apadrina, atizó como nunca antes las llamas que amenazan con propagarse por la volátil región. Mientras se incrementan las voces que claman por un alto el fuego corre el tiempo para que Israel responda. La dimensión o alcance de su inminente represalia, el cómo o el cuándo aún se desconocen, pero nadie duda que se producirá.

En todo caso, a juzgar por la voracidad de la ofensiva total declarada por Netanyahu que no luce dispuesto a que nada o nadie se le escape ni interponga en el camino, se especula ahora que la desaparición del régimen de los ayatolás sería su nuevo objetivo. Más allá de que esto sea o no viable, lo cual también depende de la cobertura de Estados Unidos, que hasta ahora –por activa y por pasiva- le ha otorgado respaldo económico, militar, político e, incluso diplomático, lo cierto es que si echamos la vista un año atrás, nadie se habría atrevido a vaticinar la matanza a gran escala que se ha desatado en una zona de valor estratégico para la estabilidad y economía global.

El atroz ataque terrorista de Hamás contra Israel que se saldó con el asesinato de 1.200 personas y el secuestro de 250, el 7 de octubre de 2023, fue el detonante de un horror que continúa sin tener estrategia, un desenlace claro ni mucho menos cercano. La desproporcionada respuesta militar ordenada por Netanyahu en Gaza ha acabado con la vida de 42 mil palestinos, dos tercios son mujeres y niños, es decir, civiles inocentes. También ha provocado 1,9 millones de desplazados y la devastación absoluta del territorio, donde, a estas alturas, no existe certeza de cuál será su futuro cuando este feroz castigo acabe. Mientras, en Líbano son ya 2 mil los muertos.

En este alarmante contexto de demenciales violaciones de derechos humanos, de horrorosos crímenes contra la humanidad, tan condenables como inaceptables, ¿cuál es el rasero moral para seguir justificando guerras de unos contra otros que solo ahondan el sufrimiento de palestinos, israelíes, en particular de las familias de los secuestrados, y ahora de los habitantes del Líbano?

La incapacidad de la comunidad internacional en contra de la injusticia, sus esfuerzos diplomáticos sin efecto para frenar estos delirantes acontecimientos -que lejos de aminorar apuntan a escalar-, muestra inequívoca de la intransigencia humana, son la constatación máxima del fracaso colectivo de nuestra sociedad ‘civilizada’. Nos resignamos a ser meros espectadores de la barbarie, mientras el macabro espectáculo de muertes, ataques, bombardeos, huidas masivas, hambre, enfermedades, destrucción o profanación de cuerpos ya se ha vuelto paisaje.

Faltan a la verdad quienes ensalzan a Netanyahu como el vencedor de un año ciertamente funesto que pasará a la historia por sus perturbadores retrocesos de los principios mínimos de humanidad que rigen la coexistencia mundial. Si acaso el líder derechista habrá sumado avances en su respuesta militar o superado la crisis de gobernabilidad que atenazaba su mandato un año atrás, pero el extremismo de sus posiciones, derivada sin duda de las acciones de sus adversarios, lo ha arrastrado a las periferias de las arbitrariedades sin consumar aún ninguno de sus objetivos iniciales: aniquilar a Hamás, regresar a los rehenes y extirpar las amenazas procedentes de Gaza.

Lo que está por venir, porque nada detendrá a Netanyahu, le pasará a él, a la inestable región, a Estados Unidos, su gran aliado, y al resto del mundo, una factura impagable. También a Israel, cuyo aislamiento internacional corre parejo a su radicalización, de la que se alejan escalonadamente los judíos progresistas y seculares y la diáspora. En Medio Oriente la lógica de eliminar a los enemigos solo allana la vía para el surgimiento de un relevo que suele ser mucho más peligroso.