Luego de 26 meses del Gobierno del Cambio, su cacareada propuesta de Acuerdo Nacional por fin comienza a tomar cuerpo. A grandes rasgos, la estructura de la iniciativa, construida y presentada por el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, quien se ha esforzado en tocar puertas, se sustenta en dos grandes pilares: defensa de la democracia y pacto contra la violencia.
Para materializarla, nada distinto a impulsar consensos que la hagan viable, convoca a las fuerzas políticas, sectores sociales, económicos y comunitarios a un gran diálogo “incluyente y participativo”, en un ambiente que sea seguro para la deliberación. Este escenario buscará, por un lado, asegurar “el respeto por la vida y la convivencia pacífica y mejorar la calidad del debate político”. Y, por el otro, aspira a construir de forma armónica las soluciones para los asuntos que más afectan a la ciudadanía. Todo ello, claro está, en el marco de la Constitución Política de 1991.
Con el telón de fondo de la polarización rabiosa que se ha impuesto como el único lenguaje posible en el debate político, el acuerdo de mínimos que pone sobre la mesa Cristo se convierte en una oferta atractiva en sí misma para tender indispensables puentes de entendimiento. Sin embargo, aún está por verse si la mano extendida que pretende un diálogo institucional con sectores representativos de la nación para desescalar el lenguaje en la deliberación política o para erradicar la estigmatización, respetar la diferencia y el disenso, recuperando la esencia de nuestros valores democráticos, algo que resulta de Perogrullo, es de su propia cosecha o ha sido orientado por el presidente Petro, además de conocido y respaldado por su círculo más cercano.
En aras de la verdad, de esto último dependerá que la propuesta tenga realmente garantías de futuro. De lo contrario, este llamado a la moderación daría paso a una nueva frustración nacional.
En este contexto, siempre será válido ver el vaso medio lleno o medio vacío. Es decir, es lógico suponer que el marco delineado por Cristo, resultado de sus conversaciones con distintos grupos, respira optimismo. Básicamente, porque se empeña en devolver al país político, inicialmente, también al económico, a la senda del “respeto a los disensos y a las construcciones civilizadas”, reconociendo las realidades territoriales, al igual que la premura de avanzar en necesarias reformas sociales, eso sí, con altas dosis de deliberación argumentativa, en vez de imposiciones.
Todo lo que ambiciona el ministro de la política, quien ha lidiado recias batallas en distintas arenas durante varios gobiernos, resulta consecuente con las urgencias del actual momento que debe tratar de recomponerse. Desde el rechazo y eliminación de la violencia en el ejercicio de la política, la recuperación del control territorial, el desmantelamiento de las organizaciones criminales y la búsqueda de la paz, hasta el respeto a las reglas electorales y al calendario de los comicios, sin jugaditas para romper la estabilidad del juego democrático con reelecciones ni alteración de periodos de mandatarios de elección popular, pasando por la intervención integral de los municipios más afectados por el conflicto, fomentar crecimiento y diversificar la economía.
En paralelo a este manual de buenas intenciones con el que difícilmente se puede estar en desacuerdo, porque representa lo mejor que cada colombiano desea para su país, aparecen motivos para el pesimismo. El primero de ellos, la desconfianza hacia la dualidad del Gobierno, en cabeza de Gustavo Petro. Sus discursos sectarios, ataques en toda regla, que él ha normalizado en contra de jueces, empresarios o periodistas, solo para mencionar algunas de sus bestias negras, han construido un relato de desafección o consolidado ideas distantes de la centralidad que le han hecho un gran daño colateral a la voluntad de alcanzar acuerdos con sus opositores.
Así que más allá de la discusión del acuerdo o de si hace falta anexarle otros asuntos como la autonomía territorial, ahora le toca a Petro tratar de corregir sus yerros para demostrar, en lo posible, que está dispuesto a derribar los muros de su deliberada confrontación. Aunque la verdad sigue sin dar señales de ello. Más bien todo lo contrario. Acaba de volver a cantar golpe de Estado, luego de que el Consejo Nacional Electoral diera luz verde a la investigación y formulación de cargos a su campaña presidencial, también a él, por supuesta violación de topes de financiación por más de $5 mil millones. Entonces en qué quedamos ministro Cristo, ¿el ejemplo empieza por casa, o no? ¿A qué nos atenemos con su jefe?