Impresiona el aberrante caso de menores de edad de etnia arhuaca que habrían sido víctimas de abusos sexuales durante los Juegos Intercolegiados Supérate 2024, celebrados hace unos días en Pueblo Bello, César, pero –a decir verdad- no extraña. Esta repudiable e infame realidad hace parte de las muchas formas de violencia sexual que depredadores, usualmente con ventaja por su posición de poder o dominio, cometen a diario contra niñas, adolescentes y mujeres en el mundo.
Por lo que ha trascendido hasta ahora, la denuncia formulada ante la Fiscalía por líderes de la comunidad y padres de familia de las menores, con edades entre 13 y 16 años, que ha contado con el acompañamiento del personero local, Óscar Jiménez, señala como presuntos responsables a dos docentes, a quienes se les había confiado su cuidado, y al hijo, de 18 años, de uno de ellos, quien no debía encontrarse ahí al no estar vinculado con la Institución Educativa Minas de Iracal.
Incomprensible e inexplicable, pero, sobre todo, lo que se percibe es un comportamiento reprochable al máximo porque las menores de edad, que esto no se olvide en ningún momento, fueron conducidas por sus maestros a una cabaña del Centro de Interpretación de la Cultura Arhuaca, sitio de hospedaje de los estudiantes de la ruralidad, donde ellas mismas relataron a sus padres que les ofrecieron alcohol y comida, antes de que se consumaran los abusos sexuales.
Es un imperativo moral, además de una exigencia de justicia que los hechos sean investigados por las autoridades correspondientes hasta esclarecerlos por completo, no solo para que los responsables respondan por la gravedad de los actos en los que habrían incurrido, también para que se envíe un mensaje contundente a la sociedad de tolerancia cero frente a estos vejámenes.
No se puede ser conciliador con quienes agreden a menores de edad. Por todos es conocido que nuestros niños y niñas, por mandato constitucional, gozan de protección especial, aún más si son integrantes de pueblos indígenas. Así que para estas víctimas tan sensibles, únicamente cabe el mayor respeto y justicia posibles. Quedarse callados, incluso cuando el miedo intimida, no es una opción, solo da pie a vergonzosas situaciones de impunidad que devastan nuestra conciencia moral.
Han hecho bien los responsables de salvaguardar la integridad de las víctimas al visibilizar el caso que, como le dijeron a EL HERALDO, es la punta del iceberg de abusos en ese territorio.
Basta de asumir que la violencia sexual contra menores de edad, en especial niñas y adolescentes, por ser más habitual de lo que imaginamos, puede considerarse tolerable. ¡Faltaría más! Esa es una excusa inaceptable, un argumento absurdo para tratar de justificar en vano prácticas nocivas ejecutadas o alentadas con demasiada frecuencia por personas cercanas a las víctimas, en quienes ellas confían y que suelen ser consumadas en lugares o espacios, como sus propios hogares, casas de familiares o en centros académicos, en los que deberían sentirse más seguros.
Hace poco, con ocasión del Día Internacional de la Niña, UNICEF nos propinó a todos un certero bofetón de realidad. Confirmó que más de 370 millones de niñas y mujeres vivas han sufrido violaciones o abusos sexuales antes de los 18 años. O lo que es lo mismo, una de cada ocho ha sido víctima de esta violencia, generalmente recurrente, que deja traumas profundos, duraderos, a tal punto que en la mayoría de los casos los arrastran hasta la edad adulta o, incluso durante el resto de sus vidas, lo que al final las hace más propensas a padecer serios trastornos de salud mental, como depresión o ansiedad. Por no hablar de dificultades para construir relaciones sanas.
Lo sucedido con las niñas del pueblo arhuaco en Pueblo Bello refrenda la frustración general de que no hacemos lo suficiente para asegurarle a nuestra infancia una vida segura, libre de violencias, sobre todo de índole sexual. Cambiar perniciosas normas sociales o culturales que la reproducen o naturalizan, dotar a los menores de información acorde a su edad para que sean capaces de identificar y denunciar cuando están siendo víctimas de abusos o garantizar su acceso a la justicia y a recibir atención con profesionales idóneos, en caso de ser agredidos, son acciones indispensables para hacerle frente y, en lo posible, erradicar una lacra que no conoce fronteras.
Si no sumamos esfuerzos ni nos organizamos colectivamente tras un mismo objetivo, seguiremos lamentándonos porque un puñado de malnacidos les destroza el futuro a nuestros niños y niñas.