La maldad como el horror nunca descansa. Tampoco lo hacen los monstruos que acechan niños.

Sofía Delgado, de 12 años, salió caminando de su casa en el barrio La Victoria, corregimiento Villagorgona, en Candelaria, Valle del Cauca, el 29 de septiembre, a comprar en una tienda cercana un champú para bañar a su mascota. Nunca regresó. Antes de arribar a su destino fue secuestrada y cruelmente asesinada por Brayan Campo Pillimue, su vecino, de 32 años, quien confesó el atroz crimen y condujo a la Policía al cañaduzal donde la había enterrado.

El dolor indescriptible como la descomunal rabia e indignación que ahora nos causa su absurda muerte nos retrotraen al que nos produjo en su momento el rapto, abuso sexual y asesinato de Michel Dayana González, de 14 años, en Cali, el 7 de diciembre de 2023, a manos de Harold Echeverry Orozco, y el de Yuliana Samboni, de 7 años, el 4 de diciembre de 2016, en Bogotá, quien fue sometida a los vejámenes más espantosos e inimaginables por Rafael Uribe Noguera.

Mismo patrón de violencia criminal, similar perfil de víctima, distinto sicópata. Y, sin duda, como elemento común a estas tragedias repetidas e inacabables nuestro desconcertante sistema de justicia que insólitamente sigue dejando en la calle a depredadores sexuales con deudas pendientes con la sociedad, pese a haber cometido ya aberrantes delitos contra menores. Parece que el sistema se esforzara en hacer de estos insultantes crímenes de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes algo casual o anecdótico, normalizando lo peor de la escoria humana.

Brayan Campo Pillimue, no dejemos nunca de poner nombre y apellido a la gente desalmada, no debía estar en libertad intentando secuestrar niñas para violarlas, sino respondiendo en un juicio por presunto abuso sexual contra una menor de 14 años por el que había sido imputado en 2018. Pasó un año en un centro de reclusión, con medida de aseguramiento, pero fue dejado libre por un juez por vencimiento de términos, debido a recurrentes aplazamientos de sus audiencias, dificultades en sus traslados, cuando no por excusas médicas presentadas por su defensa. ¿Alguien tiene algo que decir o todos pasarán de agache ante esta descarada cadena de errores?

¡Damos mucha vergüenza porque negamos lo evidente! Seguimos siendo incapaces de reconocer que tenemos un grave problema social, con alcance jurídico, de absoluta desprotección de los derechos de la infancia, si acaso prevalentes en papel mojado. La ineficiencia del Estado y sus instituciones es patética. Y mientras se ignore lo que ocurre y se insista en echar tierra sobre las violencias que con sus profundas raíces sociales y culturales e impactos sobre la salud mental se ensañan contra menores de edad y mujeres, no habrá redención posible a tanta alevosía criminal.

De nada sirve tampoco reducir un asunto tan relevante, como siempre pasa, a exigir que se evalúe lo que falla en el sistema de justicia, aunque dicho sea de paso igual hace falta hacerlo con urgencia. Es evidente que muchos pretenden que todo se quede como está o que incluso empeore, poniendo sobre la mesa incentivos o rebaja de penas a violadores de menores, como propone la reforma a la justicia del actual Gobierno. Lo que necesitamos entender es por qué como Estado o sociedad nos seguimos equivocando al sustentar un orden legal que resulta en exceso garantista con los victimarios en vez de asegurar la protección que demandan las víctimas.

En el otro extremo de una balanza que pone a prueba la madurez de la discusión pública cuando el discurso del miedo se agita regresa a la palestra el debate sobre la cadena perpetua para asesinos y violadores de menores. Cristián Delgado, padre de Sofía, o Dilian Francisca Toro, gobernadora del Valle del Cauca, la reclaman. No está de más recordar que el Congreso la aprobó, el entonces presidente Iván Duque la firmó, y la Corte Constitucional la tumbó en 2021, con el argumento de que no era una “medida idónea para asegurar la protección de los niños”. Cierto.

Pasar el resto de su vida en una cárcel o penas más altas no disuaden a un monstruo de cometer sus fechorías, aunque al menos sí lo podrían excluir para siempre de la sociedad. Claro que, más allá de los obstáculos de orden constitucional o jurídico que supondría esta condena, el riesgo es que el Estado, tan distendido como es en el cumplimiento de sus responsabilidades, se sienta exonerado de adoptar políticas públicas para salvaguardar la integridad de los niños. En todo caso, una ley no basta para cambiar tanta abominación: 374 menores fueron asesinados entre enero y agosto, 70 mil han sido víctimas de violencias, 18 mil de ellos sexuales, el 94 % de los casos termina impune… Todo mal. Sin prevención ni educación, tampoco recursos o estrategias orientadas a proteger nuestra infancia para eliminar los riesgos que la amenazan, continuaremos reproduciendo los habituales parámetros enfermizos que hacen crónica la maldad de la gente.