Quince años tenía el adolescente que decidió quitarse la vida en el corregimiento de Arroyo de Piedra, municipio de Luruaco, en el Atlántico. Sucedió el pasado lunes 14 de octubre, cuatro jornadas después de la conmemoración del Día Mundial de la Salud Mental, una fecha con la que la Organización Mundial de la Salud (OMS) intenta crear conciencia social sobre esta problemática, en particular entre los más jóvenes. La verdad es que queda mucho trabajo por delante. Hace tan solo unas horas, en Santo Tomás, otro muchacho, de 22 años, hizo lo propio.

Ambos casos, devastadores para sus familias, desconcertantes para toda la sociedad, confirman la persistente fragilidad de la salud mental de niños, niñas, adolescentes y jóvenes, que viene desde antes de la pandemia. También retratan a cabalidad el perfil de quienes toman esta determinación en el departamento. Usualmente son hombres, con edades de 20 a 29 años y de 60 a 64, que lo hacen con más frecuencia domingos y lunes, según un estudio de la Universidad de La Sabana que analizó datos de 2023, cuando se documentaron 124 suicidios, y los de 2024.

Escarbando en las variables predictoras asociadas a ideación o conducta suicida en el Atlántico, los académicos identifican, en primera instancia, trastornos de salud mental, como ansiedad y depresión, y luego aparecen dificultades económicas, así como abuso de sustancias psicoactivas.

Sin embargo, conviene entender que no necesariamente alguien que atenta contra su vida lo hace porque padece una enfermedad mental diagnosticada. A diferencia de lo que muchos suponen, una ruptura amorosa, conflictos de pareja o con los ex, pérdidas de dinero, desigualdades sociales, frustraciones académicas, o situaciones límite en su día a día actúan como detonantes de malestares emocionales que, al final, se acumulan o juntan, dejando al descubierto un panorama absolutamente agobiante, abrumador, en el que una persona da por sentado que no encuentra esperanzas ni soluciones a la vista para solventar su agónica realidad.

Lo anterior nos aconseja que ninguna señal, por imperceptible que sea, debe ser desestimada. Ante el menor riesgo, la pregunta clave que recomiendan formular los expertos a quienes reflejan o expresan su deseo de quitarse la vida debe ser directa: ¿Sientes que esta situación tiene salida? El punto es obvio: una atención oportuna y adecuada podría ser crucial para evitar una fatalidad.

Aunque también es cierto que en términos de accesibilidad a servicios de salud mental lo que reza el refrán popular: del dicho al hecho hay un gran trecho refleja bien lo que pasa en Colombia. ¡Seamos claros! Mucho se predica, pero poco o nada se aplica. En consecuencia, esta posibilidad, sobre todo para los colectivos sociodemográficos más vulnerables, continúa siendo algo remoto.

Los recursos para atender la creciente demanda de atención de menores y jóvenes son ínfimos, pese a que la Ley 1616 de 2013, que garantiza el pleno derecho a la salud mental de la población, los considera prioritarios. ‘Trastorno de un Estado sin dinero’, reveladora investigación del Politécnico Grancolombiano, señala que entre 2018 y 2023, el Ministerio de Salud destinó $39 mil millones para la promoción de salud mental, apenas el 1 % de su presupuesto, cuando la recomendación internacional es que sea de al menos un 5 %. De modo que sin recursos que aseguren salud pública de calidad, ni el necesario personal especializado –apenas tenemos 2,5 siquiatras por cada 100 mil habitantes-, tampoco suficientes camas hospitalarias exclusivas para pacientes, nuestra extendida crisis está aún lejos de resolverse, como sería apremiante, a tenor del estremecedor dato de 10.108 suicidios de jóvenes, de 15 a 29 años, en los últimos 11 años.

Si bien la prevención y promoción de la salud mental no es una cuestión que corresponda únicamente a organismos o entidades del sector salud, tanto públicos como privados, porque todos estamos convocados a hacer mucho más para apoyar a quienes realmente lo necesitan, sí existen derroteros ineludibles. Para empezar, una robusta financiación pública que garantice disponibilidad de atención temprana, asequible y eficaz, fortalecer las capacidades técnicas e institucionales o articular una red integral de servicios para niños, adolescentes, jóvenes en riesgo y sus familias. En el intermedio, solventar factores sociales, como pobreza, exclusión o desigualdad, determinantes de malestar emocional, tampoco dan espera. Para mañana es tarde.