Si hay una región que en Colombia ha soportado la mirada excluyente o discriminatoria del Gobierno nacional de turno, motivada usualmente por su opresivo e invariable centralismo, o vaya uno a saber por qué, esa ha sido el Caribe.

Pese a su alta concentración de pobreza, una de cada tres personas en esa condición reside en la Costa, también de sus elevados índices de desigualdades, la reivindicación histórica que ha intentado reducir sus brechas socioeconómicas, cuando se nos compara con el resto del país, sigue chocando con la estrechez de miras de las administraciones centrales que parecen ignorar ex profeso que los habitantes del Caribe somos el 21 % de la población. Ni más ni menos.

En consecuencia, si hay una región en Colombia a la que le interese un aumento de la autonomía territorial o que se profundice la descentralización, a través de la asignación de más recursos, vía reforma constitucional del Sistema General de Participaciones (SPG), que se tramita en el Congreso, esa es el Caribe. De hecho, así lo ha reclamado durante décadas de lucha persistente.

No en vano, dirigentes como el hoy gobernador del Atlántico, Eduardo Verano, presidente de la RAP, y el ex ministro de Minas, Amylkar Acosta han sido férreos defensores de un modelo que combata el centralismo, promueva la autonomía regional, y, sobre todo, cumpla con lo pactado en la Constituyente de 1991. En esa ocasión, se acordó aumentar de forma progresiva los recursos destinados a los territorios hasta alcanzar 43,5 %, correspondiente a los ingresos corrientes de la nación. Sin embargo, 33 años, dos reformas al Sistema General de Participaciones y 18 tributarias después, las entidades territoriales no solo han dejado de recibir $388 billones por concepto de transferencias, sino que el Estado les ha trasladado funciones y competencias ad honorem, es decir, obligaciones a granel, pero sin dinero para poder ejecutarlas.

Al final del día, el proyecto del Gobierno que se discute en el Legislativo en el sexto de sus ocho debates es una apuesta por nivelar la cancha para las regiones que ahora reciben 21 pesos de cada 100 que le entran a la nación. Nada distinto a un acto de justicia con los territorios, luego de años de recentralización consentida. Visto así, difícilmente la iniciativa legislativa tendría reticencias de sectores políticos e ideológicos. Pero el contenido de la propuesta es el que ha encendido alarmas por su insostenibilidad fiscal, advertida incluso por el propio ministro Bonilla.

Incrementar las transferencias de 21 %, como ocurre ahora, a 46,5 % en 10 años a partir de 2027, como señala el acto legislativo, no solo no es realista, sino que comprometería los ingresos del Estado hasta en 85 % apenas en tres rubros: sistema de participaciones, pago de pensiones e intereses, con lo que para financiar el resto se tendría que endeudar aún más o adoptar nuevas reformas tributarias. Dicho de otra forma, no habría cómo hacerlo viable en el corto o largo plazo.

El impacto económico sentenciado por congresistas, exministros, centros de pensamiento, como ANIF y Fedesarrollo, luce tan descomunal que provocó un choque de trenes entre dos pilares del Gobierno: el minhacienda, que se opone a darle luz verde, y el mininterior, que insiste en las bondades de la descentralización, las cuales nadie discute. Es más, siendo pragmáticos, ambos tienen razones de peso en sus argumentos. De suerte que ante la controversia y la necesidad era imprescindible encontrar un equilibrio para insistir en el crucial debate. Y hubo un primer avance.

El más importante de los cambios consensuados propone reconsiderar a la baja el aumento de las transferencias a 39,5 % en un plazo más extendido, de 12 años, aunque otras voces piden que sea aún menor por responsabilidad fiscal. Por lo pronto se calman las aguas, mientras quedan asignaturas pendientes. La fundamental, que el Congreso presente y apruebe una ley de competencias para trasladar responsabilidades a las entidades territoriales en asuntos claves como educación y salud, determinante para redistribuir recursos. Sin la segunda no existe la primera. O lo que es lo mismo, si las competencias no se redefinen no entrará en vigor la reforma.

Inmersos como estamos en una polarización política que nubla la razón, acercar posiciones es casi un lujo. Se debe persistir. Cambiar la estructura centralista de un Estado que insiste en mirarse el ombligo para perpetuar la exclusión de territorios que reclaman mejores condiciones de vida es imprescindible. Pero tampoco puede hacerse a cualquier precio. Queda mucho por concertar, porque el país de las periferias no puede darse el lujo de perder este impulso para tener un Estado más eficiente, con autonomía regional, desarrollo económico y democracia local.