Cada cierto tiempo en el –de por sí– abrumador panorama informativo sobresalen noticias que no solo estremecen, sino que destrozan. El caso de Gisèle Pelicot, la francesa de 72 años, violada durante una década por casi un centenar de desconocidos que su esposo convocaba a su casa para que la agredieran sexualmente en su cama, tras haberla drogado, es un ejemplo descarnado.
Domenique Pelicot parecía ser el hombre perfecto. Qué engañada tenía a su víctima, con la que estuvo casado 50 años. El marido ideal, padre formidable de tres hijos, abuelo cariñoso de siete nietos, cocinaba la cena de su esposa para colocarle en ella una potente dosis de somníferos que la sumía en un estado de inconsciencia absoluta. Era “una muñeca de trapo sacrificada en el altar del vicio”, como ella misma se describió en el juicio que se le sigue a este individuo y a otros 51 hombres, violadores como él, identificados por las autoridades luego de revisar 20 mil fotos y videos archivados en una carpeta titulada “abusos”, encontrada en el computador del victimario.
¿Qué clase de sicópata droga a su esposa para que él y decenas de hombres, a los que reclutó, luego de ofertarla en un sitio de internet, la violaran una y otra vez mientras grababa las agresiones sexuales que guardaba en su hogar compartido? A nadie le cabe en la cabeza tanta atrocidad, en especial, a la víctima, a Gisèle, quien reconoció estar “completamente destruida”.
¡Imposible no estar devastada! Pero aun así, cargando su inconmensurable dolor, incapaz de entender la traición de aquel por el que ponía sus dos manos al fuego, esta mujer valiente, digna, determinada a denunciar, a señalar a sus agresores, para erradicar la cultura del abuso que ha relativizado e incluso normalizado el horror de la violencia sexual, acude cada día al tribunal a mirar de frente a sus verdugos, a escuchar sus testimonios plagados de evasivas injustificables.
Su inusual solicitud de que el juicio contra sus violadores fuera público, de que se mostraran uno a uno los videos de los vejámenes a los que la sometían, algo tan difícil de comprender para quienes suelen de manera indecente juzgar o desprestigiar a las víctimas, ha cambiado la perspectiva de la lucha contra la persistente violencia sexual que se ensaña con mujeres y niñas.
Gisèle Pelicot tenía todo el derecho de sucumbir ante la truculencia de su historia, pero decidió que era tiempo de que la vergüenza cambiara de bando. Resolución trascendente, a la que llegó siendo consciente de que no había hecho nada malo, de que no tenía por qué reprocharse luego de haber sufrido 100 violaciones, ni tampoco luego de ser humillada por los defensores de sus agresores que la han señalado de consentir los abusos sexuales, de estar dormida y no sedada.
“Si fui capaz, las demás víctimas también pueden hacerlo”. Es el insistente mensaje de pedagogía social de quien intenta sobrevivir para sanarse, reparar a otros y cambiar a la sociedad, sin perder de vista ni por un segundo que “una violación es una violación”. Su valerosa proclama en clave de denuncia también apunta a desmontar ficciones que intentan naturalizar la violencia sexual, sentenciando que sus victimarios no son monstruos, sino hombres normales. Y de hecho así es.
A Gisèle la violaron policías, periodistas, bomberos, médicos, estudiantes, de 26 a 74 años, algunos casados, con hijos y nietos, parte de familias modélicas, quienes por voluntad propia se metieron en la cama de una mujer indefensa, en un sueño inducido, atendiendo la llamada de quien les ofrecía abusar sexualmente de ella, como si fuera un acto de lo más común y corriente.
Abramos los ojos: el violador, el acosador, no siempre espera al final de un camino oscuro, donde también está, sino que es posible tenerlo al lado, en el entorno más cercano. No se trata de un juego sexual ni de un cortejo inofensivo. No caben más excusas ni silencios cómplices, tampoco bromas machistas que alientan la intolerable cultura de la violación. No es no. No sin mi consentimiento. Mantras que las mujeres no nos podemos cansar de amplificar porque la sociedad sigue sin asumirlas como las verdades irrefutables que son. Gisèle Pelicot, víctima de la barbarie, no solo redefinió la condición de víctima, también señaló el rumbo a seguir. Ahora que nadie lo vuelva a extraviar porque el silencio o la opacidad únicamente protegen a los agresores.