Las prohibiciones en las legislaciones suelen resultar casi siempre problemáticas, polémicas, discutidas, entre quienes piden mayores libertades individuales y civiles y entre quienes apuestan por controles más estrictos de la ciudadanía por parte del aparataje del Estado. No es el caso de la iniciativa legislativa que prohíbe el matrimonio infantil. Por ello la unanimidad en su último debate en la plenaria del Senado. Claramente es una declaración de principios que aboga por el respeto a la infancia y adolescencia, pero también por las habituales víctimas de este tipo de prácticas impensables: niñas y adolescentes, de manera que es, así mismo, una necesaria postura de defensa de las temáticas de género. No aplica aquí, en suma, el postulado generacional del “prohibido prohibir” de los jóvenes parisinos de mayo del 68.

Pero, además, el hecho de que aún estuviera vigente en los polvorientos pergaminos legales del país una norma de 1887 habla también de la necesidad de revisar qué tipo de incisos vetustos todavía rigen en los anaqueles de estos lares. Porque esta disposición ubicaba a Colombia en la deshonrosa lista de una decena de países del África subsahariana y de Asia meridional que a día de hoy permiten el matrimonio infantil.

Con este acertado e imprescindible, pero también sorprendentemente tardío paso del Congreso -se había intentado ya con ocho proyectos previos-, el país avanza en la garantía de los derechos de niñas, niños y adolescentes. También nos alineamos con los estándares de la Unicef y las Naciones Unidas, toda vez que la tercera meta de los Objetivos de Desarrollo Sostenible sobre igualdad de género para 2030 exige “eliminar todas las prácticas nocivas, como el matrimonio infantil, precoz y forzado y la mutilación genital femenina”. La verdad es que no podemos dejar de insistir ni llamar la atención sobre el impresentable retraso en el que incurrían los legisladores.

De igual modo, un aparte por supuesto querible de la iniciativa tiene que ver con que permite que niñas, niños y adolescentes, que hoy en día están casados o en uniones de hecho, puedan anular ese compromiso. Y es que al mirar con detenimiento esta problemática, que se debe advertir no es una rareza en esta orilla del mundo, se encuentran estudios como el que hizo en 2022 la Comisión Económica para América Latina, Cepal, que alerta cómo en América Latina y el Caribe una de cada cuatro niñas y adolescentes mantenía una unión temprana antes de cumplir los 18 años, prevalencia que no ha variado sustantivamente durante los últimos 25 años.

Para ser ley, el articulado debe ser sancionado por el presidente Petro, ojalá cuanto antes. Su irrebatible enunciado encierra una verdad a puño, a la que nos sumamos con vehemencia, ‘Son niñas, no esposas’, como lo señalaron durante su trámite sus promotores Profamilia, Alianza para la Niñez, Save the Children, Valientes y universidades, como la Nacional, los Andes y el Externado, entre otros. Urge cambiar el hecho de que actualmente en Colombia el matrimonio infantil se permita en menores de edad desde los 14 años que tengan únicamente el permiso de sus padres. Una realidad bastante extendida en zonas de Antioquia, Cundinamarca, Tolima y Valle del Cauca.

Este proceso sociocultural que demandará mucho más que una norma legal establece una estrategia de prevención para “promover proyectos de vida digna y autónomos en la niñez y adolescencia por medio de campañas pedagógicas” y dispone que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, el Ministerio de Salud se encarguen de prevenir los matrimonios infantiles, de implementar el contenido de la ley y de socializarla con las comunidades indígenas.

Este es un primer paso, definitivo, sin duda, pero el reto mayúsculo es hacerlo viable, para erradicar, además, del matrimonio infantil complejas problemáticas que se derivan de él, como el embarazo adolescente, la violencia intrafamiliar y la violencia sexual en menores de edad. Que no se pierda ni un día más, porque está claro: son niñas, no esposas.