Es devastador constatar cómo las violencias que se ensañan contra las mujeres han cercenado la vida de al menos 67 de ellas en Atlántico, sobre todo en Barranquilla y Soledad, en lo que va de 2024. Y aún falta la última semana de noviembre y diciembre. No podemos dejar de denunciarlo.
Si lo comparamos con el año anterior, cuando Medicina Legal documentó un total de 45 homicidios en el departamento, empeoramos en casi todas las circunstancias. Principalmente en feminicidios, la manifestación más brutal o extrema de la sociedad patriarcal. De momento se han confirmado 12 y otros 3 están por esclarecerse. Escandaloso que 9 de estos crímenes de mujeres, por razones de género o machismo, se hubieran cometido en Soledad, donde violencias de este tipo, al igual que hechos asociados a la criminalidad femenina, se encuentran desatados.
Otra expresión de máxima violencia contra las mujeres en Atlántico son los ataques sicariales. Este año serían 16 las víctimas fatales bajo esta modalidad criminal, mientras que en 2023 hubo 3 y en 2022 no existen antecedentes. A estas escalofriantes estadísticas que ratifican la fragilidad de niñas y mujeres, en particular de las más vulnerables en términos socioeconómicos, se le deben añadir otros 9 crímenes, producto de ajuste de cuentas relacionados con disputas de bandas delincuenciales por el control de rentas ilícitas, puntualmente venta de estupefacientes.
Sobre el papel, lo que vemos es un pavoroso incremento de asesinatos de mujeres, consecuente con la inextinguible e irresoluble guerra que libran a sangre y fuego las mafias criminales en el departamento. Lo sabemos de sobra. Sobre el terreno, es decir, en la vida real de las calles, de las casas, en las que de puertas para adentro las víctimas son tiranizadas por sus parejas, otros familiares e incluso por conocidos, este alarmante aumento de casi 49 % de homicidios de mujeres retrata situaciones de absoluta indefensión y desprotección, de inaceptables maltratos, agresiones, abusos, violencias o discriminaciones que les restringen derechos y, claro, su dignidad.
Si no levantamos nuestra voz para denunciar esta atrocidad, si no tomamos posición para defender la vida de niñas, adolescentes y mujeres, exigiéndole a la institucionalidad, tanto en su ámbito público como privado, que actúe en equipo, articulada, para tratar de poner freno a esta ignominia, nuestra sociedad se verá abocada a la ruina moral que como un tsunami nos alcanzará a todos. Basta de normalizar, tolerar o romantizar el acoso físico o digital, el desprecio, el hipercontrol, las bromas hirientes, los lenguajes ofensivos, las humillaciones, los golpes, el sexo no consentido, las amenazas de muerte… Eso no es amor, es pura violencia y, por tanto, delitos.
Como mujeres, también en el caso de los hombres, nuestros principales aliados en la lucha por la equidad de género, en el interior de las familias, de los espacios académicos, sitios de trabajo, en la cotidianidad, necesitamos aprender a identificar la violencia machista que se camufla bajo variadas formas, entre ellas las porosas relaciones de poder o subordinación. En ese mismo sentido, necesitamos desaprender patrones machistas que perpetúan injusticias como la brecha laboral y salarial, la desproporcionada carga de responsabilidades domésticas o la invisibilización de mujeres en la crucial toma de decisiones. Si no avanzamos en la igualdad, no será fácil ni rápido ponerle coto al cúmulo de violencias que acaban con vidas en el Atlántico y el resto de Colombia.
Lo que emerge detrás de cada feminicidio es más profundo de lo que imaginamos. Hombres que se sienten validados por su entorno, por la misma sociedad, para someter a sus parejas o exparejas, a las que consideran de su propiedad, seres de menor valor, a tal punto que si hace falta extinguir sus existencias para consumar la cláusula del mandato de género que eterniza la discriminación o subordinación pues está justificado. Y ningún sitio será seguro para ellas e hijos.
La criminalidad femenina no es excusa para que las maten. Nadie nace siendo delincuente. Habría que caracterizar mejor los determinantes sociales de sus conductas que históricamente se han asociado a pobreza, violencia intrafamiliar o sexual en la infancia, deserción escolar, maternidades tempranas o adicción a drogas y alcohol. Se equivocan quienes simplifican estos asesinatos, señalando que las víctimas participaban en la comisión de delitos. Eso no resuelve nada.
Encendamos las alertas frente a lo que pasa en Atlántico, en especial en Barranquilla y Soledad, donde los sistemas diseñados para proteger a niñas y mujeres fallan o se quedan cortos. Esta no es una cuestión de normas o leyes con enfoque diferencial, que también lo es, sobre todo es de voluntad política y económica, como lo reclama la Bancada Púrpura, de congresistas, diputadas y concejales, que defiende la causa de la mujer. Unámonos en una lucha compartida que no es de un día, sino de todos, para reivindicar la libertad e igualdad de mujeres, que es la mejor garantía de futuro.