Las cifras de niños y niñas menores de cinco años que mueren en Colombia por desnutrición aguda continúan siendo insoportablemente altas. El más reciente reporte divulgado por la Procuraduría General de la Nación, que cita como fuente al Instituto Nacional de Salud, confirma el fallecimiento de 149 infantes, 31 de ellos en La Guajira, 28 en el Chocó y 14 en Antioquia. Además, se busca establecer si otros 129 decesos estarían asociados a la misma causa. Desolador.
El solo hecho de que un menor muera en el país por desnutrición o por factores vinculados a ella debe considerarse como un fracaso rotundo de la sociedad en general y, en particular, de las instituciones estatales que tienen la obligación de proteger el derecho fundamental a una alimentación equilibrada o adecuada de la primera infancia. También les cabe responsabilidad a actores estratégicos del sector privado que podrían hacer mucho más para invertir en acciones orientadas a erradicar una tragedia enquistada en los territorios más pobres y olvidados del país.
Por el momento, la información preliminar entregada por el INS advierte de un aumento en la prevalencia de desnutrición aguda, moderada y severa en 2024. Las cifras son incontestables. En la semana epidemiológica 46 se documentan 22.735 casos frente a los 20.986 en el mismo lapso de 2023. La Guajira, sobre todo Uribia y Riohacha; Antioquia, en especial Medellín; Bogotá, Cundinamarca o Chocó registran una proporción importante de casos, pero lo que más llama la atención son las variaciones significativas al alza en Buenaventura, Santa Marta y en Antioquia.
Las cifras del hambre en Colombia son dramáticas. La edición 2024 del informe “El Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo” (SOFI), elaborado por agencias de Naciones Unidas, señaló que la prevalencia de esta condición moderada o grave alcanzó 30,7 %, afectando a 16,3 millones de personas, durante el periodo 2021-2023. Nos situamos por encima del promedio mundial, aunque ligeramente por debajo del regional, lo cual no es consuelo. En lo que sí estamos peor que el resto es en el porcentaje de población, 36,6 % del total, que no pudo acceder a una dieta saludable por la falta de recursos económicos, unos 19 millones de personas.
Nada hace pensar que esa tendencia variará en el corto plazo, particularmente en las regiones asoladas por la actual ola invernal, como La Guajira y Chocó, donde sus niños y niñas hacen parte de los grupos más vulnerables a padecer inseguridad alimentaria, por su falta de acceso a agua, alimentos y a servicios de salud como consecuencia directa de sus condiciones sociales precarias.
En este último departamento, por si fuera poco, el control territorial de los grupos armados ilegales impone barreras adicionales a las comunidades, principalmente a los grupos étnicos que les dificultan o imposibilitan acceder a los recursos nutricionales que son esenciales. Más allá del desafío al Estado, los paros armados del ELN atentan contra la soberanía alimentaria de la gente.
Es evidente que el conflicto armado, las necesidades básicas insatisfechas o condiciones de vida inestables son determinantes de la salud que incrementan los riesgos de contraer enfermedades e incluso de morir en la primera infancia. Máxime si se trata de menores de un año, residentes en zonas rurales dispersas e integrantes de pueblos indígenas. Perfil diagnosticado de sobra en La Guajira, donde pese a las acciones o estrategias implementadas por el nivel nacional o local los bebés wayuu siguen muriendo por desnutrición y sus causas asociadas. En total, 1748 menores de cinco años han fallecido en el país entre 2017 y 2023, según la Defensoría del Pueblo.
Eternamente víctimas de un estado de cosas inconstitucional, sobre todo inhumano, que aún no se supera. Ni el final del conflicto armado está cerca ni la erradicación de la pobreza a la vuelta de la esquina; sin embargo, soñar con un futuro sin hambre para familias o grupos vulnerables de nuestro entorno más cercano sí es posible, con más recursos, voluntad política y acciones rápidas y estratégicas que se enfoquen en la nutrición materno-infantil. Al final, es un imperativo moral que debe traducirse en una permanente exigencia ciudadana a sus gobiernos y aliados para que faciliten más y mejor acceso a alimentos saludables a quienes no tienen cómo obtenerlos. Esta es una responsabilidad conjunta que devuelve dignidad a los que la han perdido.