Por razones políticas, éticas y morales, la permanencia de Ricardo Bonilla como ministro de Hacienda era insostenible. No tenía otra salida. Más allá de la dignidad del cargo que ejercía, su decencia e integridad personal han sido puestas en tela de juicio por graves acusaciones.

Comprensible que el artífice de la política económica del primer Gobierno de izquierda en la historia de Colombia y figura cercana –como pocas– al mismísimo Petro se resistiera a marcharse. Es de suponer que estaba a la espera de que la fuerte tormenta que sacude las finanzas públicas del país se calmara. No iba a pasar, mientras él siguiera al frente del barco.

Pese a estar aferrado a lo más alto del mástil del poder, Bonilla, mencionado desde el primer momento por los ejecutores del entramado de corrupción que saqueó a la Ungrd, Olmedo López y Sneyder Pinilla, no resistió la embestida del huracanado viento que ahora lo despeina. A decir verdad, no tiene cómo esquivarlo porque viene desde el interior de su propia bodega, desmantelando todo margen de maniobra del funcionario estrella del Ejecutivo, el principal responsable de sacar adelante la reforma tributaria con la que encauzaría el sinuoso camino del desfinanciado presupuesto 2025 que hundió el Congreso.

Han sido contundentes los señalamientos de su exasesora María Alejandra Benavides, quien ahogada en llanto le dijo a la Fiscalía que Bonilla era el que daba las órdenes, estaba enterado de sus acciones y que, en definitiva, “la había usado”, como su superior que era, para comprar a cómo diera lugar las voluntades de congresistas de la Comisión de Crédito Público, quienes debían avalar operaciones urgidas por el Gobierno a cambio de jugosas dádivas. Encima de la mesa del espurio pacto una piñata de contratos por $92 mil millones en tres territorios para los que, oh finjamos sorpresa, el ministerio emitió certificados de disponibilidad presupuestal a la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo, a finales del 2023.

¿Cometió Bonilla errores, pecados políticos o delitos? ¿Mintió, quebrantó las normas de conducta de un funcionario público corrompiendo conciencias o dejándose chantajear o acaso actuó interesadamente con desmesurada ambición para asegurar resultados? Es deber de la justicia determinarlo. Confiemos en que la Fiscalía y la Corte Suprema encajen con celeridad las piezas de un rompecabezas indecente que no ha dejado de masificarse.

Imposible pasar por alto que horas antes de precipitarse desde la cumbre se supo que Bonilla había tramitado ante la Fiscalía una denuncia sobre presunta injerencia indebida en la contratación de la hidroeléctrica Urrá que salpica al presidente de Ecopetrol, Ricardo Roa, figura habitual de los escándalos del Gobierno, y a un miembro de la familia Petro, Nicolás Alcocer. Nueva causa judicial que se añade al extenso listado de irregularidades que han desnudado presuntos casos de corruptelas, tráfico de influencias, puertas giratorias, repudiables excesos o mentiras políticas que exponen a sus vinculados al escarnio público.

Acude el presidente a su recurrente tesis del entrampamiento para defender a los integrantes de su círculo de confianza que, debido a los cuestionamientos de la justicia, aparecen desprovistos de honorabilidad. Buen intento, aunque no siempre efectivo, para aminorar el desconcierto en la opinión pública que durante meses ha sido testigo de la quiebra de altos cargos: Sandra Ortiz, Carlos Ramón González, Luis Fernando Velasco, César Manrique, y de funcionarios de nivel medio, implicados en alguna de las líneas investigativas del entramado criminal que también compromete a congresistas, abogados y contratistas.

Petro desdobla poder y mesianismo en sus interminables mensajes en la red social X para recuperar la erosionada credibilidad de su Ejecutivo, en tanto pronostica –en clave de chantaje– que si el Legislativo no le aprueba su ley de financiamiento, Colombia entrará en default o cesación de pagos con sus cuantiosos y bien repartidos impactos en la economía.

En vez de hacer autocrítica o acercarse a sus contradictores en aras de encontrar las salidas que nuestra acuciante crisis fiscal demanda, la más evidente sería recortar el gasto, Petro insiste en el camino de la confrontación. Apela al apocalíptico escenario de la insolvente Grecia de 2015 para meter auténtico miedo, azuza las banderas de la incertidumbre en los mercados financieros y con su usual espejo retrovisor reparte culpas a diestra y siniestra sin asumir sus propios errores ni los de sus alfiles. En el interior del Pacto no todos lo aplauden.

Demasiados despropósitos juntos. El presidente parece olvidar su condición de funcionario público. No es un salvador ni un redentor, sino un cargo político de elección popular que aceptó la responsabilidad de liderar, gestionar y resolver las crisis heredadas y las actuales, honrando una promesa de cambio, en su caso. A estas alturas, ni lo uno ni lo otro. Es una cuestión de confianza, como la que perdió el ministro que sí sabía, tanto como Petro. O, al menos, eso es lo que él dice.