El más reciente diagnóstico sobre derechos humanos en Colombia formulado por la Defensoría del Pueblo ha vuelto a retratar la extrema vulnerabilidad de territorios donde los actores armados ilegales continúan alargando su presencia para imponer total dominio.
Alarmante situación expresada en férreas “normas de control social, restricciones a la movilidad y cercos humanitarios”, a todas luces, evidente en Chocó, Cauca, Nariño, Arauca, Putumayo y Valle del Cauca, departamentos en los que organizaciones criminales libran cruentas disputas por el poder de las economías ilícitas. Aunque valga señalar que no son las únicas regiones en jaque por los violentos. La vulneración de derechos y libertades de las comunidades también es crítica en las subregiones de Catatumbo, sur de Bolívar y Bajo Cauca Antioqueño, de acuerdo con los hechos que coinciden con el panorama de la entidad.
Sin temor a equivocarnos, deterioro podría ser el concepto que mejor define las crisis de derechos humanos que padece el país. Indudablemente sobre el papel, los homicidios en general, los crímenes de población defensora de derechos humanos o los eventos de desplazamiento forzado registran descensos. Pero también es cierto que Colombia enfrenta un conflicto transformado, a causa de la incorporación de factores que han empeorado las condiciones de seguridad de poblaciones, en zonas rurales como urbanas. La más notoria, a juicio de la Defensoría, la expansión territorial de estructuras armadas ilegales conocidas.
Detrás de esta estrategia calcada de unos a otros para copar espacios de la geografía nacional aparecen la fragmentación de los mismos actores, al igual que dinámicas criminales diferenciadas por regiones que combinan nuevas formas de violencia y gobernanza criminal dirigidas a impactar, aunque se debería decir, devastar a comunidades.
Algunos señalan que no estamos tan mal como años atrás. Opinión respetable, como todas. Es posible que no registremos a diario tomas de poblaciones, ataques indiscriminados a estaciones de la fuerza pública, secuestros masivos, atentados terroristas u otras manifestaciones barbáricas de nuestra inacabable guerra que dejaron heridas profundas. Pero se engañan quienes estiman que es porque ahora sí estamos dejando el conflicto lejos.
Por el contrario, en los últimos tres años las organizaciones ilegales se han reforzado. Y en ello coinciden la Defensoría, la representante de la ONU para los Derechos Humanos en Colombia, y un extenso listado de voces y entidades autorizadas que así lo han denunciado.
Que las cosas estén peor ahora que en el inicio del actual Gobierno tiene una lógica clara. Por un lado, el crecimiento exponencial del vasto portafolio criminal de estos actores armados: narcotráfico, extorsión, minería ilegal, cultivos ilícitos, deforestación, trata de personas, tráfico de armas y contrabando, incluso con métodos más sofisticados que antes.
Y, por el otro, está la fallida implementación de la paz total. Exceso de improvisación. El Ejecutivo, al tiempo que otorgó desmedidas concesiones sin contraprestación alguna –como los ceses del fuego en negociaciones sin rumbo ni método–, abandonó su responsabilidad de garantizar presencia para brindar seguridad y proteger a poblaciones, sobre todo a las étnicas, las más afectadas por el control de sus territorios. Buena parte de las víctimas de esta vulneración sistémica de derechos son mujeres que, dicho sea de paso, encaran una de las peores crisis por cuenta del conflicto, como indica Iris Marín, defensora del Pueblo.
Ningún gobierno ni el de Petro ni los anteriores pueden evadir su responsabilidad ante la coyuntura de 790 municipios de los 32 departamentos, el 71 % del total, advertidos por una situación de riesgo a partir de las 325 alertas tempranas de la Defensoría debido al accionar criminal. Que el actual inquilino de la Casa de Nariño actúe en consecuencia para poner fin a esta histórica tragedia es un mandato constitucional, como demandan ciudadanos acosados por la violencia y desolados frente a la indolencia institucional. Sin seguridad, no hay paz. Lo demás es retórica, ruido, que no retorna la esperanza ni la confianza a la gente.