La semana pasada la justicia francesa dio a conocer las condenas a 50 acusados por el abuso sexual a Gisèle Pelicot, todas entre los 3 y los 15 años, además de la de su exesposo, Dominique Pelicot, quien deberá cumplir 20 en prisión. Sin embargo, la desazón porque fueran más altas –como lo solicitó la misma Fiscalía– permea los días tras el histórico juicio y también deja muchas preguntas en torno a la violencia sexual masculina y la noción de consentimiento en Francia, y por ende en el resto del mundo.

En medio del proceso, y durante los días en que Gisèle Pelicot tuvo que ver a los ojos a sus victimarios, varios medios presentes en el tribunal de Aviñón retrataron cómo los entonces señalados “paseaban, charlaban, bromeaban, tomaban café de la máquina o regresaban de un establecimiento al otro lado de la calle” como si se tratara de un día cualquiera. Además, las defensas de estos personajes coincidieron, en la mayoría de casos, en que todos eran tipos “normales” sin un rasgo característico que pudiera hacer preveer que iban a cometer una violación, y, para sorpresa de todos, también argumentaron que “solo buscaban una aventura sexual en internet y se vieron envueltos en algo inesperado”. Algunos incluso aseguraron que sus clientes habían sido intimidados por Dominique Pelicot.

Así las cosas, hay mucho para observar tras el desgarrador juicio, en el que los 51 hombres terminaron componiendo una muestra representativa de lo que puede estar sucediendo en Francia. El Instituto de Políticas Públicas del país reveló este año cifras que muestran que, en promedio, el 86 % de las denuncias de abusos sexuales y el 94 % de las violaciones no fueron procesadas o nunca llegaron a juicio, en el período comprendido entre 2012 y 2021, ¿Por qué?¿Qué está pasando en las entrañas de la sociedad francesa que los procesos no avanzan? ¿Existe una normalización de estas conductas y delitos al punto que ni siquiera encuentran un canal en la justicia para prosperar y llegar a condenas?

Sin respuestas claras, lo anterior quiere decir que la revelación del caso de Gisèle Pelicot fue casi que un milagro que se dio gracias a que un guardia de seguridad de un centro comercial denunció a Dominique tras sorprenderlo grabando bajo las faldas de varias mujeres y le fueran confiscados su celular y un computador, en el que descubrieron los delitos cometidos contra su entonces esposa, quien previamente lo describía como un “compañero ejemplar”.

El vigilante pudo simplemente haber ignorado la conducta de Pelicot y sumarse a esa normalización de la violencia sexual masculina, permitiendo así que la impunidad también se hubiese dado, de no ser porque la misma víctima decidió hacer un juicio abierto en busca de que “la vergüenza cambiara de bando”. En caso contrario estos hombres, todos padres, hijos, trabajadores, profesionales, abuelos, tíos, de diferentes estratos sociales, edades y procedencias, seguramente hubieran continuado sus vidas sin pedir el consentimiento de las mujeres para acceder a ellas y contactando por espacios digitales como el chat en línea Coco, conocido por atender a swingers, así como por atraer a pedófilos, traficantes de drogas y a hombres aparentemente “normales” como los 51 que abusaron de Gisèle.

Durante los cuatro meses que duró el juicio el tribunal designó al psiquiatra Laurent Layet, quien testificó que los acusados “no eran ni monstruos ni hombres corrientes”, pues algunos lloraron, pocos confesaron, la mayoría dijeron que eran “simplemente libertinos” –como dicen los franceses– “que se entregaron a las fantasías de una pareja y que no tenían forma de saber que Gisèle no había dado su consentimiento”. ¿Es en serio? Lo único claro es que no se requirió que fueran caracterizados como violadores en serie, o asesinos o delincuentes o…..monstruos, para drogarla y abusarla.

Pese a ello, la voz de Gisèle ya resuena en todos los rincones del mundo y ojalá siente un precedente para que se hagan cambios legislativos en torno al consentimiento en la constitución francesa.

“Merci Gisèle” (Gracias Gisèle), rezan cientos de pancartas instaladas en Aviñón y otros lugares a los que su mensaje profundo, cargado de entereza, pero sobre todo de resiliencia y poder, ha llegado.

No solo es un agradecimiento por enfrentar a 51 hombres con los ojos del mundo encima, sino por recordarles a los millones de personas que siguieron su juicio que la violencia sexual masculina no es solo una cuestión de monstruos y hay que saber identificarla, combatirla, pero ante todo: no normalizarla.