Uno de los escándalos más sonados del mundo del espectáculo en 2024 fue el de la superestrella del rap Sean ‘Diddy’ Combs, quien construyó durante 39 años un imperio millonario sostenido en su talento como productor y cantante. Sin embargo, este se derrumbó en cuestión de semanas por las graves denuncias de abuso sexual en las que se vio involucrado.
Su eclosión ocurrió a mediados de los 90 y desde entonces se convirtió en un rey Midas de la música. Increíblemente, una figura intocable, pese a que era un secreto a voces que realizaba fiestas que duraban días, con celebridades a las que complacía poniéndoles a su disposición a menores de edad para que dieran rienda suelta a sus aberraciones sexuales.
Nadie se había atrevido a denunciarlo durante casi tres décadas hasta que el pasado 18 de mayo la cadena CNN reveló en exclusiva un video que lo mostraba agrediendo físicamente a su expareja, la también cantante Cassie, en los pasillos de un hotel de California. Desde entonces su impunidad empezó a desintegrarse y en septiembre fue detenido por la Policía.
El magnate musical, con una fortuna superior a los mil millones de dólares, afrontó las primeras acusaciones en su contra: agresión sexual, abuso físico, explotación sexual a menores, entre otros, soportados además con pruebas lo suficientemente contundentes. Su aprehensión animó a sus cuantiosas víctimas a denunciar, una tras otra, ante medios de comunicación, a través de sus abogados, e incluso mediante testimonios en redes sociales. Más allá de las dolorosas y repudiables cifras de abusos –se calcula que podrían ser más de 300 las víctimas–, la caída de este depredador sexual confirma cómo el movimiento ‘#MeToo’, que sacudió los cimientos de Hollywood en 2017 tras el caso del productor cinematográfico Harvey Weinstein, continúa vigente y expandiéndose como un eco atronador que reclama justicia en todas las esferas culturales. En el foco del asunto, el poder que lo encubre todo.
Las denuncias que señalan a Combs por abusos sexuales, físicos y emocionales son solo la punta del iceberg. Muestra de ello es que el también rapero Jay- Z, uno de sus amigos cercanos, fue demandado por la supuesta violación de una mujer cuando esta tenía 13 años.
Y es que la industria musical, tan celebrada por su capacidad para expresar emociones, lleva décadas operando en una dualidad que ha tocado límites perversos. Mientras crea éxitos que aglutinan a las masas, al mismo tiempo perpetúa dinámicas de poder opresivas, especialmente contra mujeres, artistas jóvenes y empleados vulnerables. Pareciera ser un espacio en el que la fama y el dinero han sido utilizados como armas para agredir y silenciar.
La maquinaria musical ha demostrado ser hábil para producir éxitos como para darle un carácter de “intocables” a sus estrellas más lucrativas, incluso frente a tan graves denuncias. A diferencia de la industria del cine, donde el ‘#MeToo’ rápidamente rompió barreras y puso el foco sobre luminarias como Bill Cosby y Kevin Spacey, la música parece haber resistido el mismo nivel de escrutinio y a punto de finalizar el año este rapero es el único tras las rejas.
No obstante, este caso resulta simbólico porque afecta a una de las figuras más influyentes del rap, género que históricamente ha sido una plataforma para denunciar opresiones sociales y raciales. El rap, nacido en los márgenes de la sociedad, ha dado voz a comunidades invisibilizadas, pero también ha sido cómplice de una cultura que normaliza el machismo y la cosificación de las mujeres.
En ese contexto, las acusaciones contra Combs exponen la contradicción de un género que, en tanto reclama justicia en sus letras, a menudo perpetúa comportamientos que silencian a las víctimas. Urge ponerle fin. Que este sea un llamado para que ningún espacio cultural quede exento de autocrítica y transformación, de manera que el arte no sea excusa alguna para encubrir cualquier forma de abuso.