Colombia afronta un cúmulo de desafíos existenciales que nos pondrán a prueba en el 2025.
Algunos de ellos, como el deterioro de la seguridad o la crisis de la salud, podrían haber sido priorizados, al menos en uno de sus más urgentes enfoques durante el año que termina, pero eso habría sido pensar con el deseo. La realidad es que 2024 se nos fue a gran velocidad entre los cantos de sirena de un Ejecutivo que continúa ensanchando su columna del debe y no la del haber, en lidiar la hiperbólica manía del jefe de Estado de poner el acento en el todo y en la nada, pero principalmente en aquello que no resuelve los problemas esenciales de la gente y, cómo no, en encajar el desconcierto por los mil y un escándalos de corrupción, conflictos o reproches de y entre miembros del Gobierno del Cambio y sus partidos afines.
A estas alturas, con respeto por quienes sí intentan cumplir su deber con responsabilidad y valor, esa consigna de campaña que inspiró a millones a respaldar el proyecto político de Gustavo Petro ya es historia. Pero porque se desvaneció con celeridad en el año que acaba.
Quien supo interpretar con reflexión crítica el compendio de turbulencias al que nos vimos abocados en 2024 fue el arzobispo de Barranquilla, Monseñor Pablo Emiro Salas. Hace unos días le dijo a EL HERALDO que en Colombia se respira “una profunda desesperanza” por la división, polarización e ideologización en la que hemos caído, a tal punto que lo que ahora concentra la atención general no son las necesidades de personas o comunidades, sino la confrontación diaria del presidente con sus contradictores, mientras la nación va a la deriva.
Sí, estamos subidos en un barco que por momentos hace agua, debido a situaciones caóticas, como el recrudecimiento de las violencias, los acercamientos frustrantes o fallidas negociaciones de la política de paz total que se ha desmoronado con la misma facilidad que las disidencias se fragmentan, mientras ELN y Clan del Golfo aumentan en número y dominio.
También están las previsibles tensiones políticas por el año preelectoral con inminente campaña anticipada que no auguran grandes cambios en el declive de las relaciones entre Gobierno y Congreso. Este último, en cabeza del senador Efraín Cepeda, uno de los personajes del año con los presidentes de las altas cortes, demostró independencia ante las presiones de Petro que insiste en convertirlo en el notario de sus exigencias e imposiciones.
Sin consensos sobre lo fundamental ni garantías de autocrítica ante la polarización o clima de hostilidad azuzado por el pugnaz talante del jefe de Estado, el trámite de sus reformas sociales se descubre incierto. Al igual que el futuro de la empantanada propuesta de acuerdo nacional, por desconfianzas de los actores convocados. Más aún cuando se habla de la inminente crucifixión de Cristo, en este caso del ministro del Interior, quien ya iría de salida, dejándole la vía libre al operador político y asesor presidencial, el señor Benedetti.
Todas estas circunstancias acuciantes, más la encrucijada que encara nuestra diplomacia frente al tan dictatorial como fraudulento régimen de Nicolás Maduro en Venezuela y ante la exigente relación con el siempre impredecible Donald Trump, presidente electo de EE. UU., demandan decisiones responsables, medidas sostenibles y un pragmatismo conciliador para mantener bajo control situaciones convulsas que corren el riesgo de torcerse aún más. No nos podemos permitir un nuevo retroceso y así lo debería entender el poder Ejecutivo.
En cualquier caso, el reto más complejo de 2025, no solo para el Gobierno nacional, también para la ciudadanía será el manejo de las finanzas. La estrechez fiscal, la crisis del recaudo, y los problemas de flujo de caja del Estado, derivadas de sus desacertadas determinaciones, abren riesgos adicionales para la recuperación de la economía y la estabilidad política que podrían debilitar su gobernabilidad que acusa desgaste o fatiga social por asuntos sin salida.
Lo deseable, puestos a pedir mientras comemos las uvas, es que el Gobierno dé ejemplo, reinvente su discurso para dejar de vender humo y se dedique a liderar la agenda por el bien común, actuando con certezas, no con cálculo electorero, para deshacer los nudos gordianos que ha amarrado. Serenar el caldeado debate público, construir concordia y darle un vuelco a su forma de hacer política, con más respeto por la independencia de poderes y menos insultos serían gestos a valorar, agradecer e imitar en el círculo cansino de la pelea.
¿Recelos o suspicacia? Sin duda, ambas. También cautela ante una partida que se anticipa difícil. 2025, el año de los ajustes severos, podría dejarnos exhaustos. En consecuencia no queda más que enfrentarlo con exceso de optimismo, si cabe, porque no podemos darnos por vencidos ni ceder al desánimo. Más bien, pongámonos en marcha para despedir 2024 con gratitud y recibir al que viene con ilusión, haciendo honores a la utopía de la esperanza.