No deberíamos caer más bajo. Es momento de entender con honestidad absoluta que hemos tocado fondo y este, pese a su dureza, tiene que ser una lección colectiva a aprender.

Atlántico registró 948 homicidios en 2024. Brutal e histórico. Por si hiciera falta remachar lo escandaloso de un dato nunca antes visto en las ásperas estadísticas de la criminalidad del departamento fueron 150 asesinatos más que en 2023, 212 más que en 2022, 209 más que en 2021, 417 más que en 2020, el año de la pandemia, y 405 más que en 2019. Tal cual.

Barranquilla, con 519 casos, encabeza la vergüenza. Le siguen Soledad con 241 homicidios, Malambo con 76, Puerto Colombia con 22 y Galapa sumó 13, en 2024. En total, 871 vidas perdidas en el área metropolitana, el 86 % de ellas por balas de sicarios, el 53 % con antecedentes judiciales y el 48 % era parte de las consabidas estructuras criminales Pepes, Costeños, Clan del Golfo y Papalópez, que desatan los pandemonios diarios en los barrios.

¿Por qué se matan? Lo saben bien las autoridades. Sus enfrentamientos y ajustes de cuentas son el reflejo de cruentas y viejas disputas entre estructuras cada vez más fragmentadas que luchan a muerte por el control de las rentas criminales. Primero, la extorsión, luego el narcotráfico y, en tercer lugar, el gota a gota, financiado con el producto de las anteriores.

La batalla del poder por el poder, sobre todo entre los mandos medios que actúan sin dios ni ley. Con los grandes capos tras las rejas, ellos son los que imparten las órdenes ejecutadas por un centenar de sicarios a su servicio, algunos menores de edad reclutados desde que son apenas unos niños, a los que enganchan con el consumo de drogas. Es un ciclo sin final.

Está demostrado que el regreso de casi 70 de ellos a las calles, a partir de julio pasado, cuando quedaron libres por vencimiento de términos o sustitución de medidas privativas de la libertad, recrudeció la guerra territorial, las persecuciones y las sentencias de muerte.

Más allá de que muchos estimen que lo más conveniente es que se acaben entre ellos, la lógica criminal no funciona así. Como a rey muerto, rey puesto, cada nuevo homicidio desencadena pavorosas retaliaciones, muchas veces con víctimas inocentes y efectos colaterales. Al final, lo que hay son zonas donde se vive con físico miedo, espacios vedados y una espiral de violencia que alarga su estela de muerte hasta los municipios más distantes.

¿Es así como queremos que transcurra 2025? ¿A la espera de conocer dónde salta la liebre y se consuma una nueva masacre? Basta de ocultar el sol con un dedo. Sin matices ni arandelas reconozcamos que en los últimos seis años, con más letargo que capacidad de reacción, hemos visto cómo las cifras del horror empeoraban hasta duplicarse. Afrontemos este desastre conjunto que podría resumirse como la derrota de toda política de seguridad, local y nacional, o el fracaso de la búsqueda del bienestar común por radical indiferencia.

Superada la decepción, no tenemos alternativa, avancemos en la catarsis de una crisis que nos ha llevado a caminar por un largo desierto, con derrumbe en el pozo incorporado. Pragmático, el general Urrego, el nuevo comandante de la Metropolitana de Barranquilla, admite que antes de seis meses no cambiará la dinámica de una racha criminal que nos cogió una ventaja gigantesca. Es tanto lo que falta por hacer o, mejor aún, por cambiar, que tomará dios y ayuda ponerle el freno a una debacle que no se resolverá automáticamente.

Modificar el paradigma para atacar las finanzas o fuentes de ingreso de las estructuras, aumentar capacidades de investigación criminal, tanto en número de funcionarios y de recursos tecnológicos, como más cámaras de seguridad, por ejemplo, y unificar criterios con la Fiscalía para dejar de operar como ruedas sueltas requiere tiempo. Pero no lo tenemos. Más bien, jugamos con él en contra, mientras un puñado de delincuentes tiene a su merced a sectores donde se precisa más inversión social, políticas de prevención de consumo de estupefacientes y acompañamiento con enfoque de género a niñas y mujeres víctimas de violencias.

No fue antes, pero tampoco se puede dejar para después. Si este trago tan amargo que ahora bebemos no sacude al alcalde Alejandro Char, a los mandatarios municipales, al gobernador Eduardo Verano, a la bancada del Atlántico y demás dirigencia política, a los gremios económicos, a la academia, a los líderes sociales y a la comunidad en general no será posible reconducir la estrategia y volveremos a encallar. Al final, se pondrá en tela de juicio todo lo demás. El camino a seguir, por tanto, es claro: sin seguridad, no hay libertad.