Maduro, el autarca de Venezuela, investido de absoluta ilegitimidad tras robarse con cinismo las elecciones del 28 de julio, arrancó su tercer mandato dando largas a sus habituales bravuconadas. Inmerso en su laberinto de descrédito moral, insolvencia política e ideológica y repudio internacional ha dicho que prepara una ofensiva armada con sus incondicionales aliados, Cuba y Nicaragua, de cara a supuestas intervenciones extranjeras.

¿Quién se atrevería a tanto? ¿Trump? Difícil anticiparlo a estas alturas, porque a decir verdad al futuro presidente de Estados Unidos, que jurará el 20 de enero, se le amontonan los desafíos y no parece claro que ponerle freno a la deriva autoritaria del espurio régimen de Venezuela sea su prioridad. En todo caso, incendiar la región con intervenciones armadas jamás será un camino viable ni sensato. Ese tipo de desafortunadas proclamas belicistas, vengan de donde vengan, incluida la del expresidente Uribe, solo le sirven al dictador que insuflado de nuevos bríos sabe cómo rentabilizarlas para avivar sentimientos nacionalistas, extremar su represión y construir enemigos, validándose como el redentor de la revolución.

De modo que por el momento las nuevas sanciones que Washington les impuso a los áulicos de la cúpula del chavismo expresan su repudio a la demencial dictadura que no reconocen. Pero será, finalmente, Trump el que fije el rumbo de unas relaciones en punto suspensivo.

Lo que sí está cantado es que Maduro, ungido en su Gobierno de facto como uno de los peores tiranos del siglo XXI, despojado de cualquier vestigio democrático, redoblará la brutal ofensiva de su aparato censor, represivo y violador de derechos humanos contra la oposición o contra aquel que se atreva a levantar la voz. Será capaz de todo, lo ha venido demostrando con creces, así que lamentablemente nadie está a salvo hoy en el vecino país.

Paranoico, como todo dictador, vocifera un día sí y el otro también contra sus molinos de viento, cuál personajillo acosado por temores. Ninguno infundado, por cierto. A Maduro se le ve acorralado por los fantasmas de la traición o la conspiración de sus mismos valedores.

Principalmente, de la casta militar corrupta que lo mantiene como el inquilino de Miraflores y de la estofa oligárquica, los nuevos ricos del chavismo, que durante los últimos 25 años ha saqueado a Venezuela una y mil veces para cebar sus insaciables intereses. Su entramado de lealtades o complicidades es tan fuerte como su miedo. Siempre ha sido así, pero a diferencia del pasado, las presiones internas y externas son cada día más intensas. Y él lo sabe, sus decisiones arbitrarias, de “terrorismo de Estado”, a juicio de la CIDH, lo confirman.

Maduro pisoteó la voluntad popular emanada de las urnas, usurpó el poder que le correspondía a Edmundo González, y actúa como los fascistas que se vanagloria de repudiar, en tanto enarbola las banderas de una izquierda radicalizada y abiertamente antidemocrática. Entonces, ¿hasta cuándo la impunidad de su estructura corrupta y violenta que hundió a Venezuela en una catástrofe social y económica? Quizás China, Rusia e Irán tengan las claves para concertar. Por lo pronto, la comunidad internacional no puede bajar la guardia frente a la dictadura. Denunciar sus desmanes represivos, condenar todo desafuero autoritario, presionar por una transición política y acompañar a los venezolanos, estén donde estén, sobre todo a los líderes de la oposición, como la aguerrida María Corina Machado, son imperativos democráticos innegociables bajos las actuales circunstancias.

A Colombia le será cada vez más complejo mantener su posición ambigua ante un régimen autoritario, represivo e ilegítimo. Romper relaciones con una nación a la que nos une mucho más que 2 mil kilómetros de frontera no es aceptable, tampoco lo es validar lo fraudulento de su carácter con una retórica ambivalente, carente de criticidad o firmeza y, aún peor, con acciones como la presencia del embajador Milton Rengifo en la posesión. Craso error.

No pasa inadvertido que el presidente Petro no solo justifica, sino que además repite la narrativa de la dictadura cuando habla de persecución del proyecto bolivariano. Por mucho que nuestra diplomacia intente acreditar su postura en la agenda bilateral de paz, seguridad y economía, sus discretos resultados no son convincentes ni sostenibles. En consecuencia, el escenario que se abre para Colombia es de total incertidumbre en contextos de por sí complejos asociados a inseguridad, criminalidad, migración forzada y tensiones políticas. Ante impactos tan predecibles, parece que no estamos preparados. Tampoco para Trump.

¿Aguantaremos?