Que nadie se llame a engaño. Pese a que la inédita crisis diplomática de origen migratorio, con visos de guerra comercial que nos situó al borde de una ruptura de las relaciones con Estados Unidos esté, por fortuna, en trámite de resolverse, Colombia ha quedado bajo sospecha en el radar de la administración Trump que se jacta de su victoria con petulancia.
Victoria porque sin duda la obtuvo, luego de que el presidente Petro tuviera que ceder, volver sobre sus pasos o, como se diría coloquialmente, recular en su intransigente negativa de no recibir a colombianos indocumentados deportados de Estados Unidos, como sucede desde hace años. Su decisión de desconocer este protocolo desencadenó una prescindible tempestad en un vaso de agua que dejó en evidencia su debilidad, porque finalmente debió “aceptar sin restricciones” todos los desafiantes términos de la era Trump en esta materia.
Ciertamente, el show -vía redes sociales- que mantuvo en vilo a ciudadanos de ambas naciones durante un domingo para nunca olvidar tuvo dos claros animadores, Petro y Trump. Ambos son líderes populistas, sectarios de distinto signo, pero cortados por la misma tijera de elocuentes retóricas nacionalistas, y versados en despreciar o ningunear a sus adversarios políticos. Pero, al final solo uno confirmó quién ejerce como dueño del circo.
La asimétrica relación entre Colombia y Estados Unidos, su primer socio comercial, del que depende para financiar programas de cooperación internacional y de asistencia en la lucha contra el crimen transnacional organizado, entre otros asuntos, nos ubicaba en el peor de los mundos ante la amenaza de imposición de aranceles y demás sanciones, lo que habría sido una auténtica debacle económica, cambiaria y fiscal para el país. ¿O es que acaso Petro tenía listo un plan B para buscar nuevos aliados que redujeran los vínculos que hoy tenemos con Washington, manteniendo las mismas condiciones competitivas para generar ingresos?
Bastante poco probable dada la improvisación de sus inconsultos e irresponsables trinos de madrugada que tomaron a todos por sorpresa, también a su círculo de confianza en cuestiones de política exterior. Con el paso de las horas, la crisis pasó de preocupante a dramática y de ahí a patética, porque el jefe de Estado insistía en actuar como rueda suelta, siendo el más recalcitrante opositor de su propio Ejecutivo, mientras su ‘cuerpo de bomberos’ hacía esfuerzos para sofocar las llamas que amenazaban con traspasar fronteras.
Imaginarse la escena estremece. Petro, en algún lugar de Colombia, trinando sin parar, espoleando el caos, cargándose a punta de mensajes, algunos de ellos de inconexión antológica, una relación bilateral de más de 200 años. El canciller Murillo, su segundo, Jorge Rojas, la entrante ministra Sarabia, el embajador García-Peña y el ministro Reyes, en la Cancillería, tratando de apaciguar al irredento tuitero, en tanto conversaban con el interlocutor designado por la Casa Blanca, el ex presidente del BID Mauricio Claver-Carone, para hacer control de daños de cada palabra, advertencia o mensaje antipolítico de Petro.
¿Qué necesidad? No hacía falta alimentar semejante nivel de tensión ni encarar una batalla a todas luces desigual con un aliado que nos supera de lejos en peso geopolítico y económico. No es aventurado decir que la crisis creada por la salida en falso de Petro ha erosionado la confianza de la relación bilateral, puesta a prueba de ahora en adelante. Todo ello ha debilitado a Colombia, usada además para enviar un enfático mensaje a todo el mundo sobre cómo opera la feroz política de defensa de la soberanía de Estados Unidos.
Petro, el incendiario, originó una conflagración que Trump, el pirómano, avivó de forma desmesurada. Su necesidad de tener siempre la razón, incorregible tendencia que se debate entre arrogancia y pretendida superioridad moral, los conduce a anteponer su ideología al interés general, pasando por encima de las normas establecidas. Confrontar, debatir, mentir los retrata. Frenarlos, pese a todo, es posible. Y aunque el personaje no les guste o se estime que es de lo peor, no es excusa para rehuir el diálogo. Sobre todo, porque el sentido común señala que los problemas deben resolverse, en particular entre adversarios.
Es la más importante lección de una crisis en la que Petro, al margen de su derrota, le debe explicaciones a una nación que cerró filas contra lo inverosímil. Saltarse los canales diplomáticos, liderar la política exterior a punta de trinos, sin responsabilidad, pragmatismo ni coherencia, nos expone a choques permanentes con el gobierno Trump. El horizonte es claro, pero sin autocrítica para recomponer, y no parecería ser el caso, no habrá lecciones aprendidas. Así que me temo que seguiremos caminando a ciegas sobre terreno minado, con un mandatario al que le cuesta tender puentes y exhibe una limitada voluntad de solución.